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Wednesday, March 02, 2011

Esta mañana en el jardín de infantes de mis hijas, mientras me sometía(n) a la cruel experiencia de la adaptación, sin proponérmelo, originé un milagro. Una madre con la misma necesidad que yo de dejar a sus hijos unas horas, todos los días, en un espacio sano y divertido (bien alejado del propio) me pidió que sostuviera a su bebé mientras ella iba a hacer pis. Cuando tenés un bebé chiquito, el ir al baño sola, equivale a tomarte un año sabático en Europa, pero como somos un todo, en vez de planear la escritura de esa teoría, me quedé pensando en que no ha de existir mujer que pueda resistirse a sostener un niño en brazos, y más si este aún no camina ni habla.

El niño, llamado León, me miraba con cara de desconfiado, lo cual me llevó, quién sabe por qué, a cantarle unas canciones. Es que no hay caso: no me convenzo de lo mal que canto, no le gusta ni siquiera a los niños que todavía no hablan (pero sí oyen). Y entonces, claro, León se puso a llorar, y en ese momento me sentí obligada a actuar efectivamente más que por la sensación de fracaso, por esa pobre madre que de escuchar el llanto de su hijo intentaría apurar el chorro de pis – siempre lo hacemos aún sabiendo que es un intento vano, tanto como el mío de cantar bien – y vendría corriendo a rescatar a su pobre retoño de los brazos de una imbécil que no puede contener a una criatura ni cinco minutos. Y entonces la vi: una lamparita de juguete, tal vez de plástico, arrumbada a un costado de un estante. León hizo silencio, mi curiosidad se le contagiaba, y juntos nos acercamos al extraño chiche. Apenas lo toqué supe que no era un juguete sino una lamparita de verdad, pequeña, acaso la más pequeña que vi jamás, pero igual de peligrosa que todas las lamparitas del mundo con su vidrio frágil, sus partecitas internas, su potencial virtud de convertirse en electricidad... León, como era de esperarse, me la quiso sacar. Solo podía defender el objeto con un brazo ya que con el otro lo estaba sosteniendo a él, así que lo estiré lo más lejos que pude de nuestros cuerpos, pero fue peor. El niño comenzó a patalear, a gritar, a llorar, todo junto, sobre mí, que para no ser menos me tambaleé y de paso, ya que estaba, me puse a cantar otra vez – no hay caso, no hay caso -. León se calló, me miró a los ojos con un gesto persuasivo, que va a usar con las mujeres cuando sea grande, con el que logró hacerme sentir censurada. Entonces supe que tenía que hacer lo que no hay hacer, que tenía que llevar la responsabilidad de cuidar de ese niño hasta las últimas consecuencias, que había llegado el momento de dar un mal ejemplo sobretodo porque ya nada importaba, porque nuestra relación ya estaba perdida y su madre había decidido abandonarlo para siempre en mis brazos, harta de sus gritos y caprichos. Y así fue como lo hice: me metí la lamparita en la boca y abrí los ojos todo lo que mis párpados lo permitieron, convencida de estar poniendo cara de lámpara. El niño sorprendido, extrañado, asustadísimo, me miró otra vez a los ojos, pero en esta oportunidad, con sed de mal. Iba a llorar todavía más fuerte, iba a patalear y gritar sí o sí. Y entonces supe que no iba a contentarlo, que el vínculo ya estaba planteado así, que ni yo lo haría reír, ni él me iba a hacer las cosas fáciles. Pero como en la vida nunca se sabe absolutamente nada, ocurrió un milagro. La lamparita se encendió en mi boca iluminando así mi cara y la de León. Mis papilas gustativas, o los poros de mi lengua, o ciertos poderes que desconocía, lo hicieron posible. Y León sonrío, y la lamparita, inmediatamente, se apagó. Me la quité de la boca justo a tiempo, cuando su madre venía hacia nosotros, seguramente paladeando el amargo sabor de sus impulsos de huir para ya nunca regresar. El niño estaba radiante, en sus ojos se había instalado la luz de aquel milagro, de aquella extraña lamparita, y su madre me agradeció con una efusividad intimidante, como si le hubiera donado un riñón o parte de mi páncreas. Cuando una maestra pasó por mi lado le entregué con toda amabilidad la lamparita. León desde la puerta me echó la mejor de sus miradas, esa que las mujeres siempre necesitamos recibir en el final de una relación, esa que en el poderoso silencio logra decir lo que las palabras jamás van a poder abarcar ni transmitir. Esas que iluminan la verdad.

1 comment:

Fede said...

Excelennnnnte!