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Saturday, November 18, 2006

Cincuenta kilos. Y un cuerpo. Y una cara. Los dientes eternamente separados y ese hueco imposible y real de aquel que no quiso ser definitivo, que siempre fue “de leche”. Los dientes son de leche cuando uno es chico y luego, pasan a tener huesos, caries y manchas. Como el cuerpo que también se va llenando de huecos definitivos y no, viejos y nuevos, útiles y difíciles de sobrellevar.

Es el vacío de la espera, la sensación de vivir y esperar como una única cosa posible de hacer los que forman entonces los huecos.

Lecturas, nuevas bibliotecas, y los lomos de los libros que también son cuerpos ahuecados entre palabras, letras, párrafos, capítulos, historias en las que todo puede ocurrir.

La envidia de lo ilimitado, del todo en lo que puede sucederse, es quizás la razón más grande que me lleva a escribir y leer incesantemente, cada día, aunque más no sea unas líneas.

Y mis líneas, las que escribo y las de mi cuerpo, las de los dientes, las que se establecen mezcladas en los cincuenta kilos, a veces algunos más, a veces, lamentablemente menos. Solo con otra persona dentro pasé la barrera de los setenta. La panza y después volver a ser una sola, pero con un nuevo hueco ya imposible, ya casi fantástico en el recuerdo. Viví con otra persona dentro de este mismo cuerpo, y el ahora que nos convirtió en dos, y el afuera tan definitivo.

Casi un cuerpo que es incluso otro hueco. Agujeros por los que salen y entran historias, humo, bebidas, mocos, alimentos y sonidos. No me atrevo siempre a explorarlos y aún así siempre es que lo hago, como esta mañana de jueves en la que se inaugura un nuevo hueco con ambiciosas intenciones que están a la vista, dentro de los espacios aparentes, siempre y ahora fuera de mí.