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Thursday, March 01, 2012

Sillones

Escucha una música que le suena psicodélica y piensa en lo drogada que está. Hace tiempo que no entra en esa habitación pero hoy no puede evitarlo. La puerta se abre sola, el viento colabora con sus ojos, la despierta un poco. Un poco. Entra. Hay olor a cuerpos, a pieles transpiradas. El color es rojo y oscuro, como en las películas, como en los antros. Jugando a no parpadear se para sobre la palabra “antro”. Se acuerda del latín, de la carrera que dejó, esa que ya no puede llamar “su” carrera. Entonces para. Ya no corre: ya no hay carrera. ¿Qué es suyo realmente?, ¿qué pertenece cabalmente a las personas?. Piensa y se arrepiente de tanta profundidad. Le duele haberse caído frente a todos, hace un rato, en la fiesta, siente vergüenza. Se pregunta qué odia más, si el dolor físico o la vergüenza. Un chico le habla. Qué raro, pensó que estaba sola. “Estoy sola” le explica, y el chico parece que se ríe y se va. Ella se pregunta quién sería, tal vez uno de sus amigos. Se desploma sobre un sillón, abraza a su amiga que duerme plácida allí. Estoy en cualquiera, le dice. La amiga no se ve bien, ojeras, color verdoso. Ella no sabe si gritar o dormir. Intenta lo primero y la voz no viene. Llora un poco, ya no puede levantarse. Otro chico con otra camisa entra y habla sobre una fiestita. A ella le parece prudente sonreír. Él grita un nombre de varón, vienen dos chicos, uno tiene los ojos pintados, se sienta al lado de ella. “Mi amiga…” empieza a decir, y el chico estira la mano, toca a su amiga, la sacude, mira a los otros dos, uno de ellos dice “entonces vámonos ya”. Se van y ella mirando sus espaldas piensa que son unos tarados. “Despertate”, dice, ahora puede hablar, gritar todavía no. “Dale”, le hace cosquillas pero la amiga no reacciona. Afuera hay gritos y una música diferente, más serena pero igual de enloquecedora. “Dale hija de puta, tengo miedo”. El de camisa, el que le habló primero, la viene a buscar. Ella le dice que se vaya. El pibe trae un vaso de agua que ella se vacía en la cabeza. Se siente un poco menos loca pero tiene miedo. Lo mira, él le agarra la cara. “Maru, ahora viene la ambulancia”. Ella no sabe qué decir así que canta, tararea una canción infantil, se siente chica, muy pequeña, muy sola. “Va a estar todo bien”, dice él. Ella llora, se deja abrazar, se deja llevar, tiene cuatro años, no hay cumpleaños, se suspende por lluvia, le regalan un juego de té. “Dejame estúpido”. Se levanta, sale de esa habitación, se pide un wiskola en la barra. Hay muchas barras en las que ella pide bebidas. Nunca le gustó el té. Se toma un wiskola, mil también, se vuelve a ir hacia algún lugar. Ahora hay muchas puertas abiertas, decide meterse en dos. Siente el desdoblamiento de su cuerpo como un placer superior. Gime. Dos chicos hacen zapping tirados en un sillón; frente a ellos no hay televisor alguno. Uno le dice secretos al otro al oído. Ella se para enfrente, los mira bien, sí, son sus hermanos. No miren, les ordena, y ellos cierran los ojos, parecen dormir. Alguien grita afuera, tal vez sea su mamá. Ella corre por un largo pasillo. Su mamá, al final del pasillo, está abrazada a un inodoro. Llega: es un cuadro, una imagen, estática, fría, espantosa. “Acrílico” le susurra un viejo loco que fuma pipa. Lo espanta con la mano, busca la firma, está en la cara de la mujer, disimulada, queriendo parecer una cicatriz. Piensa en el grito que no le sale y atraviesa la tela. Está en el funeral de su amiga. Todos lloran. Ella tararea “Come together”, siempre hay algo de Los Beatles en su alma. Su madre se abraza a la madre de la chica muerta. Ella quisiera acercarse pero no lo hace. Saca de su campera una petaca de algo. Bebe. Ahora sí llora pero sigue sin acercarse. Pasa un tiempo, lo sabe porque el sol ya no está. Tal vez se durmió. Tal vez fueron años y dejó un buen novio solo para acostarse con muchos pero muchos tipos malos. Tal vez no. No eran todos tan malos. Tal vez el sillón huele a flores y ella estuvo soñando. Ya no sabe a qué es bueno oler. Se lleva a la boca un cigarrillo que alguien le acerca, y una pastilla y un vaso de agua. Le pregunta a una chica de cara conocida si sabe dónde está su mamá. La chica la mira como si hubiera visto un fantasma. Nadie entiende, piensa, se va. Cuando sale se encuentra con la calle. Para un auto, se sube, es su padre el que maneja. Hablan del tiempo y él enseguida le dice “abandonar es otra cosa, no lo que yo hice… abandonar es otra cosa…”. Ella fuma, ahora es marihuana, le deja una tuca en el cenicero y se baja. No le gusta ese auto. Se sube a un micro de larga distancia riéndose de que la gente establezca si las distancias son cortas, largas o innecesarias. “Idiotas”, dice, y los pasajeros giran para verle la cara. No es un micro. Hay turbulencias. Se coloca la mascarilla de oxígeno. Se lamenta no tener traje de azafata ni nadie a quien cogerse en el baño. La gente afecta a hablar de sexo siempre menciona el baño del avión. Le propone sexo al pibe que viaja a su lado, el chico le dice que es gay. Ella se ríe con ganas, la palabra “gay” le suena tan absurda… “Bueno, una paja, no sé”. El pibe se niega, gira, tal vez hace un puchero. Ella se tira, aterriza, se golpea, llora, y sale corriendo. Hasta mi casa no paro, dice, y corre. Pasa por encima del cuadro roto, por un túnel, por la escuela. Saluda a todos, alguien la aplaude. Cuando por fin llega a su casa no puede siquiera estirar las sábanas. Se desploma sobre su sillón cama azul y se duerme. Los retazos e hilachas que puedan quedar de la noche se le harán incomprensibles como ese dolor punzante en medio del pecho.