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Wednesday, September 28, 2011


A veces me pregunto si es posible hablar de mí como escritora, decidora, escribiente. Claro que no me refiero a la posibilidad real, esa existe siempre, en casi todo lo que uno se proponga decir. Me refiero a la posibilidad de ser objetiva y franca. Son dos cosas realmente difíciles. Franca conmigo misma, objetiva con el mundo, o al revés. Siempre juego a dar vuelta las cosas, es una maña que de ser física sería un tic. Soy buena lectora, y eso hace a la escritura, aunque no necesariamente me obliga a ser buena escritora. ¡Qué maravilla que así fuera!: me la pasaría leyendo libros para mejorar con cada uno mi manera de escribir. ¿O acaso es lo que hago?.

La escritura me fascina, no es novedad, pero lo que más me atrae de ella son sus misterios. Un día me levanto, como medialunas, camino unas cuadras, me cruzo con una ex compañera del colegio a quien decido no saludar, reflexiono sobre el paso del tiempo, me regalo jazmines, rezo queriendo creer que es sin querer, me duermo una siesta en la que sueño mil cosas que después no recuerdo… Y en algún momento la dicha que es mucha me deja sentarme a escribir. La dicha, el tiempo, la vida, Dios y algunos de mis secuaces. Y entonces le pongo pulso a una mujer que busca algo que se le perdió hace tiempo, un señalador, un arito, una pluma de pavo real. La pobre necesita encontrarlo a como dé lugar, se le hace imperioso, no importa si se trata o no de un capricho, es algo que DEBE hacer, y en eso suena el teléfono de su casa, “equivocado” grita después de escuchar la pregunta “¿panadería?”. Y se tienta de nostalgia recordando a aquella compañera del colegio que vivía en la parte de arriba de una panadería. No sabe qué le causa esa nostalgia: si el recuerdo añejo, si el paso del tiempo, si la anécdota de la rosca de pascua que ahora se le viene a caer como una moneda en la cabeza. Rosca de pascua, cuaresma, fiesta pascual, misa, las arrugas de la frente de su maestra de catequesis. Y vuelve a la amiga de la panadería: siete cuadras la separaban de su casa, le gustaba ir en bici. ¿Cuántos años la envidió?. Ella siempre tan golosa y su padre tan discriminador que no la dejaba jugar con esa nena porque pertenecía a una familia humilde. “Ahí te vino a buscar la medialuna”, le decía buscando la complicidad de sus hermanos. Qué malos, piensa ahora y de paso, ya que está, reza por ellos, pide por ellos, dice hacerlo por su salud pero en realidad ruega por su sentido común. Ahora que vive sola se venga de ellos llenando la casa de jazmines y sahumerios, porque no hay nada que odien más en esta vida pero es su casa, es su vida, y ya aprendió a defenderse de la sangre, a pararla con azúcar, a no dejarse contaminar con el sabor metálico del rencor. Ella es de las que ven a quien se le canta y enciende las cosas que se le cantan.

Y así es cómo se me van filtrando las medialunas de la mañana, el rezo, la historia, el paso del tiempo, y las ex compañeras. Y también los parentescos, y el dolor que se hace chiste para aligerar la desdicha, y esa mujer que en vez de convertirse en un personaje, se convierte en una variante de mí. Hoy no incluyo temas con los dientes ni hago que todos los personajes sean huérfanos de madre, pero solo por ahora, solo por este ratito… Todas ellas se parecen a mí, y a veces ellos también.

¿Pero qué pasa?, preguntan los lectores ávidos. Y yo pienso que de todo, pero algunos de ellos piensan que no es para tanto. Y entonces piden más. Y quiero defender esta elección de lo no dicho, de lo esbozado, de lo liviano, de pintar un fresco en las palabras. ¿Qué más bello – y difícil – que transmitir la profundidad de una mirada, una fragancia empalagosa, lo que se siente en los primeros días de una relación de amor?. Las tramas no son mi fuerte, les huyo, intento pero me suelen ganar los personajes, los sentimientos, el terreno llano, plano, espeso. Ha de ser por eso que me identifico con el campo. Las ansias de cambio de terreno también se vislumbran en lo que escribo. Si se está atento se me puede conocer. Si no, también.

Decanta descansa la conciencia en el transcurso leve de la jornada apurada. Es como una pincelada y el pincel es verde transparente. Reposa una lágrima en la página que no importa que sea blanca (me da más miedo lo negro a mí). Busca busco primera tercera la historia genuina. Le pongo el pecho a las caricias y la mejilla al enemigo. Oficio de recordar y mentir, y mentir para recordar eso que creemos que sucedió asá allá y hace tiempo. Bromista de mi propia ofensa, con mis históricas dificultades para concluir. Necesidad de ser leída y criticada. Once de la noche en el mundo de las madres equivale a cuatro de la mañana para los poetas. Debo ir a dormir, pero antes me permito este, mi inconcluso de la fecha, macabro, insulso, agridulce, una delgada línea entre el dolor de los vacíos, y las ansiedades venideras.

Wednesday, September 14, 2011

EL HOGAR

Un chiste: mi hogar no es del todo físico. Tiene que ver con este cuerpo flaco, con los dedos que miro a cada rato – abro las manos y estiro los dedos confirmando que los nudillos datan de miles y millones de años -. Traslado mi casa en la piel oscura de las ojeras, en cada nalga, sube y baja mi casa-culo. Llego a lugares buenos: los incorporo, los siento, hasta puedo acariciarlos esta vez sin precisar dedos, solo con los ojos aprehendo espacios, pero mi casa no son ellos, digo tirando el pelo larguísimo hacia atrás, liberándome de la broma de ser adulta. Mi casa está adentro, es claro (imposto la voz). Necesito llegar, acostarme, desplegarme, la cama grande, las almohadas con olor a nosotros, a él, a su cabeza pelada, y en primavera encima el sol y las flores. Pero basta con un mal olor para sentirme fuera. Basta con una pista terrenal, un enfermo, un golpe, un bebé que nace antes de tiempo, un imprevisto que como tal nunca nos da tiempo, para que me sienta afuera del afuera, para que vuelva al mundo que llevo adentro, encima, a mi lado, que es mío, y me abrace a él, a mí, calentito, adentro, propio, abrazado, placentero ahogo.

Me lleva la mente con patas a recorrer sus rincones. Paredes blancas y altas, grandes despliegues de pasto desparejo, piedras con formas de nubes, tanta montaña. No es frecuente el escenario de la playa. Las habitaciones justas, espacios necesarios, siempre amables y excesivamente decorados con objetos sin sentido. Haberme ido tanto – vueltas, regresos, despedidas – me construyó por dentro el espacio-casa. Por eso, cuando no entro en mí, cuando ningún lado me contiene, se me hincha la panza, o me pongo a llorar cuando todos me creen alegre, cuando yo misma creo estarlo.

Mi sitio no comprende mis mañas, mis excesos de lapiceras y cuadernos, mi generosidad, mi imposibilidad de manipular el tiempo, de seducirlo, ponerlo de mi lado, convencerlo de esperar. Mi sitio adhiere al gusto por el secreto de los abrazos como también disfruta del culto a la palabra. La palabra es mi casa. Esa es mi casa la palabra. Tanto que hay habitaciones en las que el estudio de la caligrafía es primordial y los objetos son tan mullidos que disipan náuseas y rencores. ¿Cuántos libros llevo conmigo?, ¿y cuántas bombachas?. El por qué de la cantidad de cremas, perfumes, aros, collares y enumeraciones, lo dejo librado al azar de la inconsciencia y la vanidad.

Hoy se resume en entender que la misma casa me habita desde hace treinta y cuatro años. Entenderme casa, cuerpo de hogar, tomarme el trabajo de limpiar con agua o vino tinto los tubitos de nombres tan absurdos como los de las plantas. Macapolulos Tulipanilis. Por una vez mi apellido no tendrá Ñ. Esa Ñ que se supone aclara la distinción de una historia que no se puede explicar. Hoy ni sí ni no ni Ángela ni Violeta. Ser en mi casa de hijos y amantes, en aquellos sueños de San Telmo, en mi infancia Florida, y el logro-familia-equipo de Martínez diagonal, alejado pero no, barrio-nuestro de cuatro más dos gatas. Para qué los nombres, las clasificaciones, los números, qué dirección, qué código postal, qué risa. Me río de mí, de mi hogar me río, y me empaco, me lleno, me vacío, para salir. Para mudarme.

Monday, September 12, 2011

Si yo tuviera una de esas, mis lágrimas serían más livianas, más ágiles, y recorrerían otros caminos sobre mis mejillas, inspeccionarían otros huecos, algunos nuevos poros. Espacios diferentes, menos comunes, más originales. Mi rostro compondría otro mapa, uno más sincero, más hallable, menos engañoso. Porque hay días en los que soy buena y lloro poco, además. Hay días en los que no sé por dónde ir, a quién preguntarle cuál es el centro, el eje, la capital, el que manda, lo que dirige, cuánto sale. Las dudas me pesan de cualquier forma: en la mochila, en el cinturón que dejé de usar hace ya unos tiempos, en el pasto sobre el que me tiro a pensar en mis más privados sinsentidos…

Perdida es un nombre que se acerca al de huérfana, o al de sola, pero que no los acompaña porque no sabe ni quiere, porque es Perdida y no es Compañera. Sola ando con todo eso que algunos llaman “lo demás”. Llorona y triste soy sin ella, sin la que me falta, y la gente podría decir “ahí va la llorona”, pero la gente no dice nunca lo que diría. Se ponen en sus gestos remanidos y miran, ay cuánto me miran, y desde sus ojos grandes y esas bocas herméticas hacen el gesto de compasión que todos sabemos hacer tan bien. La compasión es sencilla de encontrar, esa sí que me sé dónde queda… Pero la compasión tampoco sabe dónde está ella, la que no encuentro, la que dicen que no va a volver. ¿Por qué los vivos creen saberlo todo sobre la muerte?, ¿no advierten el contrasentido?, ¿qué es más real, vivir o morir, estar o desaparecer?. Y yo que llevo este mapa cada vez más agujereado… Quiero colgar fotos en mis párpados, agujerear el fondo, la parte de arriba, el hueco del atrás, pero mis párpados se cierran rogándome una piedad que ignoran que es una de mis religiones.

Mi espalda siente la pared caer, la pared irreal como todas las paredes, y entonces el cielo inmenso de cartón celeste, imposible, disfrazado en su quietud perenne, innata, en las pocas palabras de dos “n” que conozco. Una vez más el abrazo al cuerpo propio que añora, infame, abrazo, nostalgia feroz que desconoce los caminos, que se ríe de los milagros y se mofa de los encuentros como brotes, como respuestas, como mundos paralelos.

Pena de cerrar la página, de dejar de hablar de mí y de nosotras.
Pena por dejar que mis ojos siempre sean tan mojados.