Un chiste: mi hogar no es del todo físico. Tiene que ver con este cuerpo flaco, con los dedos que miro a cada rato – abro las manos y estiro los dedos confirmando que los nudillos datan de miles y millones de años -. Traslado mi casa en la piel oscura de las ojeras, en cada nalga, sube y baja mi casa-culo. Llego a lugares buenos: los incorporo, los siento, hasta puedo acariciarlos esta vez sin precisar dedos, solo con los ojos aprehendo espacios, pero mi casa no son ellos, digo tirando el pelo larguísimo hacia atrás, liberándome de la broma de ser adulta. Mi casa está adentro, es claro (imposto la voz). Necesito llegar, acostarme, desplegarme, la cama grande, las almohadas con olor a nosotros, a él, a su cabeza pelada, y en primavera encima el sol y las flores. Pero basta con un mal olor para sentirme fuera. Basta con una pista terrenal, un enfermo, un golpe, un bebé que nace antes de tiempo, un imprevisto que como tal nunca nos da tiempo, para que me sienta afuera del afuera, para que vuelva al mundo que llevo adentro, encima, a mi lado, que es mío, y me abrace a él, a mí, calentito, adentro, propio, abrazado, placentero ahogo.
Me lleva la mente con patas a recorrer sus rincones. Paredes blancas y altas, grandes despliegues de pasto desparejo, piedras con formas de nubes, tanta montaña. No es frecuente el escenario de la playa. Las habitaciones justas, espacios necesarios, siempre amables y excesivamente decorados con objetos sin sentido. Haberme ido tanto – vueltas, regresos, despedidas – me construyó por dentro el espacio-casa. Por eso, cuando no entro en mí, cuando ningún lado me contiene, se me hincha la panza, o me pongo a llorar cuando todos me creen alegre, cuando yo misma creo estarlo.
Mi sitio no comprende mis mañas, mis excesos de lapiceras y cuadernos, mi generosidad, mi imposibilidad de manipular el tiempo, de seducirlo, ponerlo de mi lado, convencerlo de esperar. Mi sitio adhiere al gusto por el secreto de los abrazos como también disfruta del culto a la palabra. La palabra es mi casa. Esa es mi casa la palabra. Tanto que hay habitaciones en las que el estudio de la caligrafía es primordial y los objetos son tan mullidos que disipan náuseas y rencores. ¿Cuántos libros llevo conmigo?, ¿y cuántas bombachas?. El por qué de la cantidad de cremas, perfumes, aros, collares y enumeraciones, lo dejo librado al azar de la inconsciencia y la vanidad.
Hoy se resume en entender que la misma casa me habita desde hace treinta y cuatro años. Entenderme casa, cuerpo de hogar, tomarme el trabajo de limpiar con agua o vino tinto los tubitos de nombres tan absurdos como los de las plantas. Macapolulos Tulipanilis. Por una vez mi apellido no tendrá Ñ. Esa Ñ que se supone aclara la distinción de una historia que no se puede explicar. Hoy ni sí ni no ni Ángela ni Violeta. Ser en mi casa de hijos y amantes, en aquellos sueños de San Telmo, en mi infancia Florida, y el logro-familia-equipo de Martínez diagonal, alejado pero no, barrio-nuestro de cuatro más dos gatas. Para qué los nombres, las clasificaciones, los números, qué dirección, qué código postal, qué risa. Me río de mí, de mi hogar me río, y me empaco, me lleno, me vacío, para salir. Para mudarme.
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