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Tuesday, March 15, 2011

dormir de noche...

Después de leerles algunos muchos cuentos logro que se duerman mis dos hijas de cinco y dos añitos, respectivamente. Contemplo embelesada su plácido descanso, y me retiro a mis aposentos, a compartir el lecho con mi amado esposo. A los diez minutos la más pequeña llora, mi marido la trae, la deposita en el medio de la cama, y volvemos al sueño. Al rato aparece la mayor, entonces considero prudente llevar a la otra a su cama, ya que la nueva suele atravesarse a la altura de las cabezas, también en medio del matrimonio, los supuestos dueños de la cama, para pegarnos sendas patadas en pómulos, ojos y nucas. Tras recibir una de estas demostraciones, me despierto algo más sobresaltada, creyendo que fue el ladrón con el que estaba soñando, pero no, fue mi hija, que en la oscuridad me cuesta distinguir si es la más grande o la más pequeña. Es la grande, porque el llanto agudo que proviene de la habitación continua es la de la otra, de la chiquita. Entonces me levanto y la busco. Llora con los ojos cerrados, está teniendo una pesadilla, me acuesto a su lado, en su camita que es la de abajo y que ella tanto disfruta abarcar. Me quita la manta, la almohada y la posibilidad de por lo menos ocupar ese brevísimo espacio que me toca con una posición normal ya que pone sus dos manitas sobre mi cara, y al más mínimo atisbo de movimiento, me vuelve a agarrar con más fuerza, como si fuera un pulpo. Pese a todo estoy tan cansada que me quedo dormida con una pierna colgando hacia fuera, con la cabeza sujeta por esas garritas que de inocentes nada, y con la cintura gestando alguna contractura con la que tiene pensado sorprenderme en la mañana. Pero para eso falta mucho, la mañana aún es una utopía. En eso, un fantasma de pelos revueltos y camisón, prenda siniestra por excelencia, me genera un miedo súbito. Atontada no puedo distinguir si se trata de mi hija o de un monstruo, y en medio de la confusión me paro en la cama olvidando que dado que es la de abajo no podré más que golpearme la cabeza. Mi hija sacándose los pelos de la cara sentencia “Tengo miedo”. “¿Y yo, qué te pensás que tengo?”, le grito, y con eso solo consigo que la otra, la más chiquita, se despierte. Es sabido que no es bueno expresar sentimientos profundos durante las tempestades nocturnas, pero hay cosas que no terminamos de aprender jamás… Vamos arrastrando los pies hasta la cama grande. Dicha cama está completamente ocupada por mi marido que la abarca de norte a sur y de este a oeste. La chiquita no duda, ella es de las que avanzan sin tener en cuenta la oscuridad, las necesidades ajenas, ni ninguna otra niñería semejante. Se sube a la cama, y con una caricia dulce aunque firme, susurra en su media lengua “coete, papá”. El padre, automatizado, dormido, zombi, lo hace sin chistar mientras que las dos niñitas inocentes se apuran a sacarme ventaja para ocupar cómodamente sus lugares. ¿Y mi lugar ha muerto?, me pregunto sin ánimos de contestar. De querer unirme al equipo familiar, debo conformarme con una esquina en la que no hay nada: ni sábanas ni almohada ni posibilidad de dormir. Así que decido irme al otro cuarto, y hasta saboreo la idea de la soledad, del cuarto propio, de una buenas horas de sueño en el silencio de la noche cuando un “Mami, quedate”, me detiene. Esto me pasa por haberles demostrado tanto amor. Creo que estoy arrepentida de todo, ya no tengo ni siquiera ganas de dormir, ni mucho menos esos locos-locos sueños de ser una mujer casi normal, ni tampoco aquellas aspiraciones intelectuales, ni sed, ni ganas de hacer pis… ¿Es que ya no tengo nada?. Me arrodillo al costado de la cama, tomo su manita, y le canto bien bajito canciones infantiles tiernas llenas de candor. Todo lo que ya no tengo ni volveré a tener. Me quedo dormida en esa posición que a Dios gracias dura poco porque ahora es mi marido el que me despierta con sus ronquidos. No sé si ahogarlo con la almohada o darle un abrazo, la dicotomía matrimonial de siempre... Decido no acercarme, ni a él ni a ellas, y me voy caminando en puntas de pie al cuarto infantil. No me arriesgo ni siquiera a entrar al baño por miedo a que el sonido del chorrito despierte a alguno de esos seres que empiezan a parecerme por lo menos, ingratos. Pensando en la posibilísima aparición de alguna de las niñas, decido acostarme en la cama de arriba, desde su perspectiva visual es probable que no me vean, me regodeo tres segundos con mi inteligencia hasta que me duermo. Sueño: me convierto en cama, mi espalda está hecha de listones de madera, mis pies son dos estalactitas, estoy sola en el mundo, nadie me quiere, el ladrón entró a la casa con intenciones de robarme pero cuando le diga que no tengo nada, que ni siquiera conservo la posibilidad del dormir, va a matarme de un tiro en la frente. “¡No me mates, por favor!”, quiero gritar, pero no me sale la voz y entonces lloro, me pongo a llorar, eso siempre puedo. Tengo miedo, mucho miedo: me despierto. Me cuesta entender la altura, pero menos comprendo la soledad y esa burlona claridad que se asoma entre las rendijas de la ventana. ¿Está amaneciendo, cómo puede ser?. El miedo a que sea tarde me llena de angustia y entonces me bajo de la cama y… Me olvidé que estaba en la cama de arriba. En el viaje me golpeo con todo lo que hay en el camino por tanto la llegada al piso es casi un alivio. Desde allí miro el techo, me toco las piernas, intento comprobar que las cosas están más o menos donde suelen estar. Y en eso, un par de ojos que me miran. Grito, esta vez con el vozarrón que me caracteriza, segura de que es el ladrón a quien he decidido pedirle que me lleve con él. “¿Qué te pasa, loca?”, me dice mi marido que está durmiendo en la cama de abajo. No quiero saber cómo llegó ahí, ni tampoco quiero contarle todo lo que viví porque no va a creerme. Entonces me levanto comprobando que me duele el cuerpo entero y antes de permitirme el desmayo cinematográfico le digo entre sollozos verdaderos “¿Te das cuenta de que hicimos todo mal, desde el principio?. ¡Ahora somos hermanos!”. Él me mira perplejo por tres o cuatro segundos, se da vuelta y se vuelve a dormir profundamente – lo sé porque ronca otra vez –. Lo odio, odio a todos, a ellos tres, al ladrón que no viene, pero sobretodo a mí que preparo el desayuno y los despierto con besos, como si lo merecieran.

1 comment:

Verdedía said...

Che Maca sos un genio. Me rei a gritos, frunci toda la cara, dije sisisi como diez veces y ya se los estoy por mostrar a una amiga. Capa.
Capisimaaaa!!