Él le quita el agua a la pelopincho, ya es hora de vaciarla, limpiarla y guardarla hasta el próximo verano. Y entonces yo me pregunto por qué no podemos hacer lo mismo con tantas otras cosas. Por qué no tenemos la posibilidad de guardar, por ejemplo, los malestares con respecto a la falta de dinero en esa caja vacía que, justamente, teníamos intenciones de llenar con esos billetes que nunca llegan o que se van antes de que podamos acercarlos a nuestra falsa alcancía. Por qué no podemos guardar en ese cuartucho todas las averías físicas que el tiempo nos viene regalando, así las grietas, marcas y rollitos se detienen en el tiempo, no avanzan, se guardan, hasta que lleguen los días lindos y no nos moleste tanto salir a caminar, o hacer algo de ejercicio, o comer ensalada. Por qué no podemos guardar la pena que nos provoca la vejez de nuestros antecesores, frenarla para no tener que convivir con ella durante el otoño y el invierno que siempre es tan hostil con la tristeza. ¿Por qué no podemos disponer más que de objetos inanimados?, ¿por qué no podemos esconder, detener y/o estacionar todo aquello que nos hace mal, que nos envejece, que nos deteriora de algún modo.
En lo personal desarmar los escenarios que dan cuenta de las estaciones, festejos y finales, me llena de nostalgia el cuerpo entero, hasta hacerme temblar. Es una nostalgia sólida, nada líquida ni frágil sino firme como el tronco del árbol de navidad, los parantes de la pelopincho, los manteles de hule que saco en cada cumpleaños. Son los manteles que usaba mi mamá para los míos. Ellos ya conocen varios cuartuchos y recovecos, ya han sido escondidos en varios espacios y cajones de varias casas en tantos inviernos, veranos y primaveras. Son fieles testigos de las vidas que a veces me parece que se nos adelantan, que nos pisan la cabeza, que nos ganan. Ellos, pese a su condición de objetos, pueden burlarse de los cambios, desaparecer y volver a escena como si nada hubiera ocurrido, ostentando una nueva mancha de incierta procedencia, o un agujerito a estrenar, o un tajo inexplicable. Mi madre le hacía burla al hule y a su consistencia pegajosa y los cocía porque ella era de las que remendaban todo. Yo no, yo me he convertido a la aceptación de los transcursos, deterioros y manchones. No quiero aprender a coser ni a bordar. Y cuando empiezan los calores y saco la pileta, y el arbolito y sus horribles borlas brillantes que nada tienen que ver con la celebración, o cuando descubro las nuevas averías de los históricos manteles o cuando siempre en contra de mi voluntad me dispongo a encender la estufa, en vez de ponerme a llorar o tirarme del pelo, he instaurado un sistema de consuelo que me viene salvando de la desesperación: me creo mi propio cuartucho. No hacen falta paredes, basta con cerrar los ojos y abrazarse las rodillas. Yo me lo lleno de pavadas que me hacen feliz: el frasco de mi perfume favorito, una foto con mi abuelo, algunos dibujos de mis hijas, un libro amado, Fortunato (mi muñeco de la suerte) y alguno de mis textos. Y me desnudo, sin importar el frío o el calor, el clima se convierte en una sutileza. Así que me encierro sin ropa pero con mi alianza. Con mi cuerpo y a la luz de una velita pequeña y blanca reposo hecha un bollito, rodeada de elementos que me podrán sobrevivir y que el día en el que yo no esté ni vestida ni desnuda ni escondida en ninguna parte, servirán para contarle a los demás que una vez tuvieron una dueña que invertía gran parte de su vida pensando estrategias que impidieran que su días fueran banales, tristes o carentes de imaginación.
Él después de cerrar a presión la puerta del cuartucho – cuánto guardamos… – se me acerca con dos copas de vino en la mano, se sienta a mi lado haciendo que uno de sus hombros toque uno de los míos. Nos pegamos, nos amuchamos, nos comprimimos y brindamos pensando en el otoño, mirándonos a los ojos, sabiéndonos satisfechos, únicos, dueños de nuestro rincón secreto.
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