Él y yo nos conocemos desde el principio de mis tiempos, vaya uno a saber desde cuándo, cómo es eso del embrión que se implanta en el útero y comienza a crecer y después se convierte en uno de nosotros. Hay UN momento, uno solo, único e irrepetible. Desde entonces nos conocemos... Parece ser que, en parte gracias a Él, los seres humanos tenemos el poder de hacer personas, qué loco, pero cuando lo identificaba con aquel señor de barba blanca y tupida no lo sabía, o no lo pensaba. Ese tipo, una vez cada tanto, me pinchaba a fuerza de besos cuando me iba de su consultorio, augurándome buena salud. Algunas noches en casa, después de cenar, también creía verlo pero en otro cuerpo, dentro de ese otro tipo al que se le daba por hacerme cosquillas y “torturarme”. Cómo le gustaba usar esa palabra, ahora me parece feísima pero por ese entonces ni eso ni nada que viniera de él me molestaba, es más, todo lo suyo me gustaba, hasta sus chistes de mal gusto. Así que ahí andaba, chiquita, bocona y de patas flacas, repartiendo la fantasía de su imagen física entre la de mi pediatra y la de mi padre. Uno me regalaba caramelos en forma de gajos después de revisarme, caramelos de colores divinos, muy brillantes, y el otro me regalaba o daba todo lo demás: la comida, la casa, la ropa, los chiches y la educación religiosa que, como no podía ser de otra manera, sería la encargada de informarme que mis ideas al respecto de Él eran erróneas y que Él no estaba en ningún hombre, humano ni persona de carne y hueso, ni siquiera en mi papá. No, Él, era más grande, superior a todos y a todo…
A veces me lo imaginaba como un coso de forma incierta de purísima plastilina, amarilla con vetas verdes y tal vez con ojitos de plástico blancos y negros. También lo supe ver como a una gran cabeza de pelo negro y corto, parecida al dibujito del nene de las galletitas Manon, pero tampoco era así porque Susi, la primera de una larga lista de catequistas –alta, de rulos marrones elevados por alguna fuerza eléctrica e indomable, de ojos muy redondos- un día nos dijo que ese tal Jesús –flaco, barbudo, sucio- era su hijo, y que la virgen María –pelo negro lacio, tez blanquísima, cara de súplica constante– era la mujer que había elegido para concebirlo. Recuerdo perfectamente cómo le miré la panza a mi mamá esa tarde. Pobrecita, pobres las mujeres, tener que llevarles los hijos a los hombres, pensé. ¿Por qué no se los llevan ellos, eh?, ¿es que acaso no son taaan fuertes como dicen?. Entonces me decidí a sacarme algunas de las dudas que lo rodeaban a Él y le pregunté a mi vieja quien, prendiéndose un cuarentaytréssetenta, contestome: “Es un poder, como una magia, es grande, no sé cómo explicártelo, nos ayuda, vos le pedís lo que querés y necesitás y si te portás bien él te lo concede, te lo da, pero no te hablo de juguetes, hablo de las cosas que no se pueden comprar, también hay que darle las gracias por todo.”. Uy, era cada vez más difícil… Para los juguetes estaba mi viejo –deportista, ojeroso de ojos turquesas, ambicioso y guitudo– y para todo lo demás estaba Él que ya no tenía ni cuerpo ni cara, ahora sólo tenía poder. Martha, la señora que trabajaba en mi casa –cara cuadrada, cuerpo cuadrado, manos arrugadas y venosas, brazos llenos de fuerza- en otra oportunidad me comentó que ella lo había visto una noche, allá, en el campo donde se había criado. Me dijo que era una luz blanca, inmensa, que no te dejaba ver pero que te hacía sentir re bien. A ella le había llevado a una hermana, pero igual decía que era mejor así porque la hermana estaba enferma y no se iba a curar y por eso ella le pidió y le pidió y Él al final se la llevó y toda la familia estaba más aliviada, no contenta, aliviada… Ay ay ay, yo no quería que se llevara a ninguno de mis hermanos por más hinchas y malditos que fueran a veces. Yo sólo quería olvidarlo porque me daba impresión y miedo que una cosa inmensa luminosa e incierta fuera tan poderosa. No conforme la humanidad con hacerme sufrir el terror en carne propia y viva y de cañón, otro día, en plena clase de catequesis dictada por la suplente de Susy, una tal Verónica –nariz operada, ferviente cantante del coro de la iglesia, seguramente virgen hasta el día de hoy- me vine a enterar que estaba en todas partes. Qué cagazo, madre mía. Para ese entonces ya me gustaba leer y me devoraba las historias de Agatha Cristie. Dejé de hacerlo, como también dejé de desearles cosas malas a mis hermanos, como también dejé de sentir que las iglesias eran un lugar seguro, calmo y lleno de amor. Y cambié, Él me cambió, me llevó a ser una niña desconfiada, quizás turbia, pésima estudiante y llena de juguetes importados. Ya no quería leer, ni dormir, ni asistir a las clases de catequesis. Mis compañeritas cantaban lo más chochas canciones que decían que Jesús nos vino a redimir y que por eso se murió clavado en una cruz, que teníamos que llevar su palabra y serle fieles; ¡hasta le pedían que los llevara a servirlo sin importarles cuándo ni dónde!, ¡¿es que todos se habían vuelto locos?!.
De repente, un pésimo día, mandan la primera nota en el cuaderno con respecto a la comunión, a la primera, a esa que nunca se olvida… Le rogué a mi madre que no me llevara, le expliqué que no quería tomar nada que tuviera que ver con toda esa situación macabra y llena de misterios horribles y personas que no dejaban de cantar canciones tristes de ambiciones entusiastas. Pero ella sabía convencerme y me fue por el lado del vestido blanco y largo, vestido de princesa que encima le había pertenecido. Me prometió una fiesta, regalos, todo más grande que un cumpleaños, algo mejor porque era algo único que sucedía una sola vez en la vida. Por supuesto que acepté. El día anterior mi padre me ofreció ser él quien me cortara un poco el flequillo ya que se había hecho tarde para ir a la peluquería. Me dejó la frente revestida de un deshilachado bombé que nadie me creía que no me lo había hecho yo misma. Y si bien quiso resarcir su error con un buen desayuno a base de torrejas, jamás volví a pensar en él como en un ser superior. Pero todo parecía estar bien y yo me prometí no volver a usar flequillo nunca más en la vida; eso me reconfortaba. Llegaron los sanguchitos, la casa se llenó de globos, mamá acomodaba monjitas de cerámica sobre una mesa decorada de amarillo y blanco, hasta que se hizo la hora de ir a la iglesia. Allí formamos una larga fila de 33 niñitas blancas radiantes inmaculadas y cubiertas de pánico, y dimos los primeros pasitos que nos conducirían hacia el altar. María Victoria Campi, nerviosa por las mismas y obvias razones que yo, pisó parte del ruedo de mi vestido provocando que todo él, todo-todo, se desprendiera del resto. Me quedé con una suerte de minifalda blanca y las lágrimas en los ojos corrieron el rimel que mi madre me había puesto mezclándolo con el colorete de Tamy y el perfume Mujercitas; un asco... Pese a que una vez más todo se solucionó y a que la fiesta en mi casa fue hermosísima, conservo de aquella experiencia una sensación de rareza, de que algo no funcionaba, de que Él no era ni tan grande, ni tan real ni cierto, ni bueno… O tal vez nadie me había explicado las cosas como se debía…
Con los años, la vida, los nacimientos, casamientos, trabajos y muertes, mi fantasía al respecto de Él se fue modificando. Lo quise, lo desquise, lo detesté, lo juzgué, lo amé y preferí olvidarlo hasta que volví a obsesionarme con su figura, imagen, poder y gloria. Hoy puedo decir que lo conozco y eso no significa que sepa cuál es su cara ni dónde está ni cuán poderoso es. Hoy sólo sé que lo necesito y con eso me alcanza. Hoy sólo sé que me acompaña, que a veces me ayuda, y que me la cuida a la vieja que seguro lo anda revoloteando, hablándole de teatro, contándole chistes malos, volviéndolo loco, escribiéndole la frente. Mi abuela las otras noches me comentaba que a veces, el muy ingrato, se niega a comer su arroz con leche. Mi abuelo Toto en cambio se ríe cerrando más que nunca el ojo chueco, y me dice que no le haga caso, que ella es muy sensible a esas cosas… Mi abuelo Pepe ni me llama ya, siempre está ocupado pintando y hablando con Él con quien se entiende de maravillas porque los dos hablan un idioma inmenso y luminoso. Y mi vieja, siempre ausente, siempre presente, me manda a cada rato alguna noticia divertida, algún chisme, dos estrellas… Ayer se coló en un mail para hacerse la moderna, la contemporánea, y me regaló algunas esperanzas con respecto a mi trabajo… Anoche me abrazaba igual que yo la abrazaba a Violeta, acurrucadas todas sobre la cama chiquita y rosada, cama de nenas, cama de madres e hijas… Y yo sé que se lo debo a Él que no es mi amigo pero cuando voy a sus casas me siento bien, salgo aliviada como decía Martha. No tiene cuerpo, pero a veces me abraza. No es morocho, pero me gusta. Es grande, pero lo puedo meter en todos lados. Es colega de los que añoro, y eso lo convierte en importante para mí. No cura, pero a veces me hace las cosas más livianas y llevaderas. Supongo que el día que estemos frente a frente nos vamos a quedar callados, mirándonos, disfrutando por fin de ese primer contacto visual. Porque ojos sí tiene, ojos de mil colores, ojos de mirada abarcadora y mágica, ojos de cielo. Yo –mujer melancólica, madre dedicada, escritora constante, amante loca- lo quiero mucho…
1 comment:
Volvistes! Te fuistes y despues vinistes!
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