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Monday, November 16, 2009

Recuerda bien ese cumpleaños, toda esa época, la gente que la rodeaba, acompañaba, los que la hacían reír, los que la miraban, los que le tuvieron miedo y terminaron yéndose. El deseo, quizás fue la etapa más lujuriosa de su vida, mucha tentación, líos, ¡cuántos muchachos!. Su psicóloga de aquel entonces, mujer de tantas arrugas como buenas intenciones, además de ponerse a llorar con ella cada dos por tres, le decía que no temiera, que se debía a la sencilla razón de la ausencia del halago. Tras la partida inexorable de la halagadora oficial, sus veintiún años olfateaban galanes que pudieran acariciarla, verla bailar, hacerle algún que otro regalo, por qué no. Entonces ella se dejaba hacer, aquí y allá, y ellos le decían que era linda, hermosa, que brillaba, que actuaba divino, que tenía un cuerpo maravilloso, que sus dientes, si bien grandes, la convertían en Miss Simpatía.

La paradoja del destino y esa vuelta que le hizo con el dinero en abundancia y la familia desaparecida fue extraña, y algo cruel. Una historia típicamente argentina: lentitud, agonía, crisis, magia, hechos sobrenaturales, fantasías. Y tras la burla y el abrazo de ese destino juguetón, los bailecitos hacia arriba y hacia abajo, la bebida al centro y adentro, y todos ellos varios muchos saboreando de antemano una tajadita, pedazo, atisbo, de esa mujercita flaca y frágil, sola, despojada de tanto y tan pero tan ignorante. No era cumbia villera, ni música tropical. Temitas en inglés, canciones caretas, en la mansión que nadie supo sostener, ni siquiera el dinero. Qué sucia estaba la casa por aquellos tiempos. Se le había roto el lavarropas y usaba lo que iba quedando limpio, hasta que regaló y vendió casi todo el contenido de los armarios. Desde el vestido de novia de la abuela hasta las setenta y cuatro corbatas de su padre. Todo en bolsas siempre negras y grandes, bolsas en las que tal vez se escondieron algunos de esos amigos que se borraron o esos que usaban la casa para pasar ratos con sus chicas en la pileta. Los últimos, los que quedaron, los ciertos, aún sostienen el pacto de hermandad y solo usan las bolsas para tirar pasto y viejos trastos.

Pero ella baila a fuerza de ese zarandeo de culo, y se agarra la cabeza de pelos cortos por primera y última vez en la vida, y se sacude como queriendo tirar la pena por los pies, salí de acá hija de tu madre, le dice, pero la pena andá a saber qué piensa, o si piensa, o si se sabe pena. Tal vez se cree belleza, porque en esa época era todo tan difícil de entender, las cosas se mezclaban tanto que pasaban los días y ella llegaba a la noche, recuerdo imborrable, y se encontraba con la taza roja de te de la mañana y entonces decía, claro, estoy sola, re sola, en ésta casa, qué increíble, y se ponía a bailar, a mover el culo otra vez porque el show debía continuar aunque las lágrimas mancharan las paredes que cambiaban de lugar y color; ¿traviesas o malditas?.


Lo bueno de los relatos del pasado no son las imágenes, son las sombras porque esas sí que son honestas, que no saben mentir, reflejan, agrandan o alejan, pero son únicas y sinceras. Gracias, sombras. Porque son ellas las que le dijeron esa noche que ella no estaba bailando, que era una ilusión, que todo se había convertido en fantasía y deseo, en lujuria, en culpa, y el fantasma se le aparecía entre sueños y le cantaba zambas con una guitarra criolla y desafinada. Ella se despertaba pensando que no podía ser, que eran fantasías horribles, que ya iba a pasar, y se palmeaba la espalda, y se consolaba sola con un vaso de agua que nadie le iba a lavar después.

La felicidad le hacía un juego evasivo e infantil, toy no-toy, y se le acostaba al lado, en la cama ridícula de grande, y le contaba los finales de las historias que todavía no había podido leer. El día que ella pudo vencer al aliento apestoso y macabro, fue el mismo día que se entregó a una soledad elegida, y haciéndose la madura, sosteniendo el cigarrillo y el vaso de vino, se despidió de la casa con un “hasta pronto”.

1 comment:

Anonymous said...

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