¿Por qué un día me parece lo más posible y natural modificar gran parte del funcionamiento del mundo con el sonido de mi perfume, por supuesto mis hermosísimos ojos, y la voz que así impostada me sale tan sublime mientras se expande sobrevolando esos pastos verdes y amarillos, y enseguidita después inmediatamente me vienen esos mareos que me hacen callar y en el más triste de los silencios pedir o más bien rogar una caricia sabiendo con el alma que nada de lo mío es lo suficientemente necesario para el mundo?.
¿Por qué?.
Y entonces me entero que alguien ganó un premio de mi interés y me digo, sin esconder desconsuelos varios, que pronto me tocará a mí, pero después me siento a leer cualquier autor que sabe más que yo y me pongo a llorar, inundada de envidia, sintiendo que no conozco ni la mitad de las palabras que me harían feliz. De todos modos, como soy porfiada y obstinada y testaruda y muy hermosa, me acomodo sobre los papeles blancos y dejo salir unas palabras no queriendo pensar en que siempre digo lo mismo: nada. Una nada densa que cuando estoy de buen humor tiene el poder de deshilacharme, y cuando estoy dada vuelta, se abusa de un truco –para ella- formidable: el de convertirme en estatua. Cuando logra alcanzar ese objetivo debo admitir que siempre elijo ser un varón, en parte porque me gusta esa libertad que poseen de llevar pelos en las piernas y en los pechos más amplios, y también porque siendo una estatua masculina cargo un lindísimo miembro siempre pequeño y eternamente duro que me hace conectar con ese costado viril que me vuelve loca.
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