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Tuesday, December 06, 2011
El adorno
(descripción que no es tal)
Es casi imposible que yo, Macarena de las Palabras Moraña, haga una descripción concreta y tácita de un objeto sin ninguna apreciación personal pero, por una cuestión de principios – considerando sobretodo que el ejercicio lo propuse yo – voy a intentarlo.
Se trata de un adorno de navidad cuya forma se asemeja a la de una gota o bien a la de una lágrima. Supongo que la elección dependerá del humor de quien la observe. Yo, pese al sol del día, queriendo creer que es una cuestión de raíces y herencias familiares cuando en realidad de trata de un asunto de sonoridad poética, me inclino por la palabra lágrima. Así que hablaré sobre un adorno de navidad que tiene la forma de una lágrima (grande). Podría ser una lágrima de elefante tal vez...
Supo ser dorado, ahora tiene algunas líneas descoloridas, como arañazos del tiempo. Su color dorado no pasa de moda, da la idea de fiestas importantes. Es un color que aunque no termine de gustar se termina usando siempre, más tarde que temprano.
Su peso es mínimo, se contrapone con su imagen de elemento contundente. Su liviandad se debe a que es de vidrio, como una lamparita de luz ordinaria, de uso corriente. Pero el elemento que nos ocupa lejos está de poder considerarse algo trivial. Colgando de un árbol o de unas ramas, o dentro de una canasta, tiene como misión adornar el espacio durante el último tiempo de un año y el principio del que le sigue. Cuando es colocado significa que el tiempo de celebrar ha llegado. Cuando es quitado significa que ese tiempo ha terminado. Es así como lo vivimos y lo sentimos; claro que podemos seguir disfrutando de la vida pero el tiempo salpicado de ese brillo único, culmina cuando quitamos los adornos, descolgamos los móviles, le sacamos las pilas al Papá Noel para ponérselas al pianito nuevo que recibió el más pequeño de los niños de la familia. A estos decorados tiempos los denominamos, ni más ni menos, “las fiestas”.
No puedo evitar la mención de lo que dijo Violeta, mi hija de seis años, hace unos días cuando le pregunté qué título sería bueno para un cuento navideño: “¿Qué te parece El cumpleaños de todos, mamá?”. ¿Y qué me va a parecer?: ¡todo un concepto!.
Queremos creer que ponemos los adornos por costumbre, por una cuestión cultural que nunca sabemos bien de dónde salió, que todos los años nos juramos investigar pero que al final, entre burbujas de champagne y risas infantiles, dejamos de tener en cuenta, y entonces confundimos las historias, los orígenes de los ritos, las anécdotas y, por las dudas les echamos la culpa a los americanos, a los que llamamos yanquis, con esa tendencia perezosa de generalizar que tenemos. Y nos dedicamos a la deglución de platos calóricos como el matambre, el vitel toné o, en tiempos de vacas gordas, una buena pierna de cerdo con jugo de naranja relleno con jamón, tocino y algún otro venenito impiadoso que funciona como un regalo para nuestro bendito hígado. Bebemos como cosacos, reímos como japoneses, gritamos como italianos. Pero la culpa la tienen los yanquis. Abrimos regalos, volvemos a brindar, y nos permitimos dar esos abrazos que un sábado cualquiera, por la mañana, no le damos a nuestra cuñada, a nuestro suegro o a ese vecino que viene a saludar. Después seguimos comiendo, bebiendo, abriendo regalos, contemplando las caritas de los niños que siempre son tan felices con lo que reciben. Levantamos la copa al cielo pensando en aquellos que se fueron de viaje, de gira, de excursión, esos que ya no volvemos a ver pero que están tan presentes como los que hacen chistes a un costado, o descorchan otra botella, o rompen nueces y abren turrones como si ya no hubiera sido suficiente. En algún momento cantamos y en algún otro acompañamos a los chicos a la cama y sentimos ese placer inmenso al verlos abrazados a sus nuevas y lúdicas pertenencias. Otra vez los ojos miran al cielo ahora para agradecer lo muchísimo que tenemos, y cuando estamos hablando con nuestra tía Enriqueta que murió de vieja hace doce años, a Dios gracias, nos quedamos dormidos. A las cinco de la madrugada nos levantamos mareadísimos por la ingesta de todo aquello que ya no queremos enumerar ni recordar como mínimo hasta el próximo año – mentira, mañana lo almorzaremos con la misma voracidad –. Vamos al baño a hacer un pis medio colorado por la ensalada de remolacha, y lo vemos. Está ahí, caído, debajo del arbolito, pobrecito. Su forma sigue siendo la de una lágrima, pero ahora no pensamos en eso. Quizás lo tiró alguno de los chicos, quizás se cayó en medio del fragor de abrir paquetes, quizás fuimos nosotros mismos cuando con la copa número diez hicimos ese pequeño y patético show con el chiste que empezaba con el consabido “Estaban un alemán, un sueco y un argentino…”. Ese chiste que no hace falta recordar porque es igual a tantos, y porque la única moraleja burlona que tiene es la de dejar al argentino mal parado, en el lugar del langa, del canchero, del ventajero… Y si bien no somos dignos de tirar la primera piedra, en el fondo tampoco creemos que sea para tanto, y menos un día en el que los valores humanos, mal o bien, levantaron unos puntos. La familia, los amigos, la generosidad, el respeto, el humor, la infancia… Y ahí nos damos cuenta que el adornito sirve para atestiguar todo lo que se revaloriza durante “las fiestas”. Fiesta, celebración, juerga, parranda, alegría alegría… Y cuando nuestro amor se levanta por las mismas necesidades fisiológicas que nosotros y nos ve arrodillados debajo del arbolito, con el adorno en forma de lágrima (o gota) que perteneció a un miembro emblemático de la familia y se ríe, nos burla, nos tiene que ayudar a levantarnos y cuando lo hacemos nos da un abrazo navideño, nosotros nos sentimos realmente felices, felicísimos, enormes. Por eso nos reímos, si estamos borrachos, ¿qué otra cosa podemos hacer?. Ya sé, volver a la cama, pero antes: ¡Felices fiestas mundo entero! ¡Salú!
Maca
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