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Thursday, June 24, 2010

Supongo que mis anécdotas son pequeñas y hasta intrascendentes. No obstante, quisiera gritar que pertenezco a una de las clases que pueden vivir miles de años.

Una vez, una estudiante se paró frente a mí y me disparó luces desde un aparato cuadrado; lo hizo una y otra vez, y me gustó. Sentí el calor de cada una de esas chispas, fue realmente hermoso.

Otra vez, un joven me miró de arriba hacia abajo y susurró para sí “Planta perenne de tronco leñoso y elevado que se ramifica a cierta altura”. Recuerdo imborrable el de cada palabra. Luego el joven suspiró, como lo hice yo, y acomodó las tiras de su bolso como si se estuviera preparando para una larga travesía. Ellos viven de las largas travesías. Luego irguió su espalda y pese a la envidia que me inspiraron sus movimientos seguí conmovido y sin pensarlo demasiado, desprendí una de mis hojas y la hice volar frente a su cara con un tipo de suavidad que pocas veces he logrado. Es una de las pruebas que más disfruto, supongo que se debe a que soy un romántico, un viejo romántico, pesado y gordo, y tan solo.

En medio de un verano difícil dos niñas se convidaron caramelos sentadas sobre mis raíces. Una reía y cantaba una canción que hablaba sobre un hermano. La otra bostezaba. No se miraban pero estaban juntas, y masticaban.

En otoño me gusta desprenderme de mis hojas, pero no es fácil, al principio me duelen las ramas y luego el tronco, hasta que el dolor se me hace una costumbre y luego encuentro el modo de convertirlo en algo similar al placer. Parece que no, pero los árboles tenemos mucho trabajo emocional. Cada otoño es para mí un tipo de muerte, y la primavera me contiene y abraza para un nuevo nacimiento. Pero ojo, la primavera no es tan mágica y piadosa, si uno no le da lo que ella quiere, se puede vengar de los modos más trágicos. Ella es extrema y más mujer que ninguna otra estación. Se sabe hermosa y vive en una abundancia florida y a colores.

Y yo no soy más que mi eje, el punto de partida y el lugar de llegada de una existencia estática. Sé guardar la quietud del mundo, sé contribuir al equilibrio urbano, sé perfectamente cómo añoran los seres humanos. No me siento viejo pero tampoco soy joven. Mi cuerpo ya no suele invitar a los amantes a apoyarse sobre él para besarse y besarse hasta que les duelan los labios. Ellos, los amantes, se apoyan entre ellos, y el escenario les da lo mismo.

Las pocas cosas que sé acerca de la vida las aprendí observando; lo triste es que no tengo una buena memoria y eso, además de afligirme, me ayuda a no pensar más que en el instante. Pero hay recuerdos que sí conservo, como aquella vez en la que una mujer mayor mirando hacia arriba, hacia mi cielo, dijo “Allá tiene que ser lindo. No hay que tener miedo”.

Mi mejor diversión es la de hacerme historias a partir de las palabras que se sueltan frente a mí. “…pero me constipé y entonces…”; “…la muy hija de puta me habló de eso como si yo fuera…”; “…bien se lame porque lo que es él…”; “pinchalo y después te fijás cómo qued…”; “…pensá que todavía es chiquit…”. Vivo en un mundo acotado e incompleto, lo sé, me lo han dicho más de una vez mis hojas más fieles. Ellas desde allí pueden ver que hay otros mundos, miles de ellos, apiñados y poblados de casas, personas, plantas, ratas, hormigas, pastos, útiles, delantales… Pero todos se quejan por lo que no tienen, por lo que desean, por lo que les falta, hasta los que pueden andar.

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