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Thursday, May 20, 2010




La primera novela que escribí tenía dibujos que en ese entonces, a mis ocho años, ya me avergonzaban. Pero sabía, porque me lo decían y porque lo sabía, que escribía bien, sorprendentemente bien para la edad que tenía. La salvedad de la edad ya no me libera de las malditas culpas, cargos y errores gramaticales. Me arranco canas injustas mientras merodeo los treinta y tres y me hago el chiste de “Diga treinta y tres: treinta y tres”. El número también me hace pensar en Jesús y en Eva Perón y ahora, qué extraño, en mimismapropia persona. Con lo que acabo de escribir ya tengo para un par de cuentos… Esa soy yo. Esa es mi escritura.

La segunda novela que escribí data de unos seis años atrás. No tiene dibujos y se llama Qué me ha dado Dios. La presenté en una editorial y después de felicitarme me dijeron que no la iban a publicar. No me resultó complicado escribirla. Fue de un tirón, con una velocidad que me gustó experimentar; era como ir en auto por una autopista, muy rápido pero sin miedo, sin miedo a que me pasara nada malo. Estuvo buenísimo, pero cuando la terminé y la mandé a algunos concursos supe que la iba a dejar dormir porque tras las emociones fuertes, las novelas ruegan piedad, y si uno no se la concede, corre el riesgo de quedar ciego de medio ojo o con letras impresas en negrita en cualquier parte del cuerpo, todas ellas mal escritas. Conozco a una escritora que un día despertó con la palabra “hanarkía” en el talón derecho. Lleva catorce libros publicados y un sinfín de notas periodísticas plagadas de lugares comunes y corrientes.

La tercera novelamía se llama Mis Quince, y se trata de una chica que está por cumplir quince años y va a festejarlos con una gran fiesta. Sus padres están separados y la madre tiene un novio adinerado que se va a hacer cargo de los gastos, lo cual pone al casi insolvente padre de Micaela en un lugar, por lo menos, incómodo. En ella quise hacer una suerte de retrato social de la clase media, pero después de dos años de laburo y muchas horas invertidas en su corrección y revisión, decidí que lo mejor sería, otra vez, dejarla descansar. Pero ella a veces se despierta y me chista. Yo me hago la distraída y hasta canto – no sé silbar – para que todos me crean que estoy en otra cosa, que no la escucho. Digo huevadas, preparo comidas, tengo sexo, y ella termina por imitarme, más que nada con la última actividad. Después se duerme y olvida que es novela y que es mía, y eso me hace sentir liberada, hasta que todo empieza otra vez. Algún día me voy a sentar con ella y con sus hermanitas las inconclusas en alguna cabaña que nunca haya escuchado las palabras “Buenos Aires”, y después de abrazarlas mucho voy a empezar a esculpirlas, palabra por palabra, párrafo por párrafo, dolor por sonrisa.

Me cuesta pensarme novelista, pero muchas veces me pasa que al leer novelas ajenas me muero por escribir una, pese al esfuerzo que significa hacerlo. Es como vivir con gente, ser muchas personas, todo el tiempo. Las voces del inconsciente se convierten en sonidos de verdad, y vas con ellos – los seres y las voces – sin importan cuántos sean ni cuánto ruido hagan, a todos lados. Entonces cuando te metés a tomar un café pedís cuatro, y el mozo te mira, y en tu mirada descontrolada te justifica – la gente necesita justificar – diciendo que claro, cómo no, es obvio que sos artista… Y se cree inteligente, mucho más que vos. Días después tenés una fiesta y vas a la peluquería y la peluquera te cuenta una anécdota superior, y cuando llegás a casa te tenés que sentar, es imperioso, es fisiológico, y la escribís, se la adjudicás a un personaje, no pega ni con moco con la historia pero ya vas a encontrar la manera de que lo haga, de que pegue, y te sacás un moco y lo pegás debajo de la mesa creyendo que sos distinta pero no lo sos: todo el mundo pega mocos debajo de la mesa. Lo que te convierte en diferente es otra cosa, son ellos, los tuyos, tus seres, tus creaciones, que cada tanto te avisan que está acercándose la hora. Y no vas a la fiesta, faltás, y el peinadete se los regalás a ellos, “por todo lo que hacen por mí, divinos” decís en voz alta con la sexta copa de tinto en la mano. Te ponés cariñosa y después de una sesión de amor te vas a dormir con una contentura que te provoca más amor. Cosa loca, cosa mágica. Amor y alegría: eso es para mi la escritura…

Los cuentos me provocan un entusiasmo más concreto, concreto en cuanto a la concreción, en gran parte se debe a su longitud pero también a que me gustan. Con los cuentos los períodos de trabajo y dedicación no son tan largos, a veces los dejo, los recupero, los acaricio, me río, los siento ajenos, y vuelvo a empezar con otro que queda inconcluso hasta que lo termino y siento que me encanta, me parece el mejor, sí, es brillante, me hace sentir que llegué a un lugar, al lugar esperado, a un estadio, a un podio, y entonces descorcho la champaña de diez litros, me la tiro encima, chupo un poco – y dale con el chupi – y cuando lo vuelvo a leer, oh oh oh, me parece malo. Malo. Tal vez pésimo. O no, quizás es malo a secas. Ma-lo. Y eso a lo que yo llamo frustración a veces me hace llorar, a veces me hace reír, y siempre me genera un dolor pinchudo que no se lo deseo a nadie.
Les tomo cariño a mis cuentos, como a la gente que me rodea, por eso después me cuesta modificarlos, si así están bien, pienso, pero no, no están bien, nunca están del todo bien, y para dejarlos en paz y sentirme una persona que empieza lo que termina o al revés, me hago trampitas que están buenas: los mando a sitios desconocidos y tal vez peligrosos. Pero mis cuentos se alegran de que los suelte y de que grite “si amas a alguien dejalo libre”. Y bajo los efectos de las drogas más naturales, largan carcajadas siniestras pero llenísimas de gratitud. Gracias a ustedes, chicos…

Ahora estoy haciendo leer algunos de mis trabajos. Estoy contenta con los resultados, adoro buscar la justificación de cada palabra, su razón, su destino, su verdad. Lo mismo hago con trabajos de otros. Me gusta entender mis historias, nadar entre sus algas de colores no siempre vivos. Me gusta pensar en los por qué de cada una. Recién di por terminado uno que trata de una novia que fue engañada por su novio. Ese me gusta porque me acerca a un enojo que no es mío, que es de otra que existe en mi mente y que si existe de verdad en alguien no me importa. También disfruto de toda esa parte que no me importa. La magia es la dueña de esos vacíos. Por eso cuando me indagan sobre técnicas contesto desde mi experiencia que las técnicas existen y sirven sólo si sentimos que las necesitamos para seguir creando. Al igual que los argumentos, al igual que las musas o las inspiraciones. No vienen de un solo lugar, como tampoco tienen un solo destino. En los hechos creativos no hay normas, y ese el punto que los convierte también en únicos e irrepetibles. ¿Entonces?. Entonces hay que escribir, y leer, y compartir lo que uno hace. Entonces hay que vivir, y soñar, y dar besos y abrazos. Hay que ser cursi y feliz.

Vivimos inmersos en constantes búsquedas. La del lenguaje propio, la manera personal de decir las cosas, la elección de los temas, es una de ellas. Qué más lindo que explorar, explorarse, conocerse, buscarse, hacerse preguntas… A mí se me ensancha el alma cuando escribo. Me emociono mucho, me guste o no me guste el resultado. Sé que no podría hacer ni ser otra cosa. Quiero comunicarme más allá de mi cuerpo, de mi voz, de mis actos. Quiero escribir y contar historias que le hagan bien a otros pero más que nada que me hagan bien a mí. Quiero escribir bien, por eso me tomo mi tiempo y no intento afanosamente publicar libros y hacerme conocida y tomar copitas de vino en librerías preciosas de Palermo Hollywood y/o Soho. Por ahora sigo buscando mi voz escrita, tranquila, y eso es algo que hago desde mis ocho años, desde mi primera novela, desde mis primeras composiciones, desde que entendí que escribiendo me podía expresar mejor que de ninguna otra manera. No dibujo bien, canto peor, y supe actuar entre pudores que disfracé con vestidos que olían a humedad. Pero siempre me quedo con esto, con ellas, con mis letras, a las que no me canso de halagar y desear y franelear. Qué linda es la palabra franelear...

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