Todos los días
Quiero creer en mí, en el decantamiento de mi transcurso creativo, en lo que tengo para decir, aunque dude, aunque tema, aunque me pregunte a diario si lo que hago es bueno o vale la pena. A mi me vale la pena, y la dicha, las dudas, el miedo, el silencio, el mate. Yo me valgo, me alcanzo y quiero que me alcancen - ¡corran!-. Yo me siento a escribir una cosa y me sale otra. Yo elijo cuadernos y exijo amor. Yo juego con muñecas y hago cosquillas y corto las uñas y apoyo el hielo sobre el chichón. Yo indago, me someto a exploraciones, sufro y lloro por lo que se estanca o por lo que queda en el camino. Yo pienso, canto, sueño, y me perfumo para olerme a escondidas del mundo grande y del pequeño. Del de afuera y del que tengo siempre a la mano, entre la nostalgia, la orfandad y el deseo. Si supiera tocar la guitarra, hoy mi canción sería hermosa.
Todos los días nacemos un poco más.
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Friday, May 20, 2011
Wednesday, May 11, 2011
Un día no vamos a estar más acá, en donde estamos. Quién sabe si tendremos o no vista para este lado. Quién sabe si eso finalmente sería un privilegio o un castigo. Creo que la única certeza real que tenemos es la de que un día vamos a morirnos. Tal vez vivir sea el arte de todavía no morir. En el medio disfrutamos, gritamos, comemos, crecemos, damos besos, aguantamos, tenemos hijos. En el medio todo. Entre la vida y la muerte piloteamos un transcurso que queremos creer nuestro. Un transcurso de ilusiones y plena incredulidad.
Monday, May 02, 2011
Tenía veinte años cuando conocí a “El Santo”. En su pueblo existía la costumbre de ponerles a los recién nacidos el nombre del santo al que ese día se veneraba, según el calendario. Santa Clara, San Enrique, San Cirilo. Pero su madre, mujer de armas tomar a quien añoraba con el alma y citaba en cada uno de sus relatos, se negó a hacer semejante cosa. Encima él nació el día de San Domingo, y la mujer por nada del mundo quiso darle a su hijo el nombre de un día que consideraba tan triste. Entonces sobornó a un enfermero con algunas pocas monedas, y le pidió que fuera a anotar al niño con el nombre de Santo, porque para ella no se trataba de un santo más, de una réplica de otro ni nada por el estilo. Para ella, el suyo, su hijo, era El Santo por excelencia.
El Santo dejó su pueblo tras la muerte de su madre, cuando ya tenía veinte años. En muy poco tiempo levantó su bar en el barrio de Avellaneda, cerca de la cancha de Racing. El viento que siempre sopló a su favor y esa enorme e incomparable voluntad de trabajo, los convirtieron a él y a su bar, en dos eslabones míticos de una ciudad contaminada de falsas promesas y libertades. Yo lo conocí una tarde de lluvia, de esas que me encantan, en la que como siempre no tenía ni paraguas ni deseos de volver a mi casa. Esa primera vez, El Santo hizo una de las cosas que lo convertían en un ser diferente y encantador: me trajo lo que él consideró que mejor me vendría. El café con licor de caramelo y canela me volvió a la vida feliz en el tiempo de un parpadeo. Antes de irme, El Santo me honró con sentarse a mi mesa, acción que repetiría en cada visita, unos diez minutos antes de que dejara su lugar. Ese día, ese primer día, me contó el secreto de su bar. Era un espacio mágico. Según él, cada vez que uno salía de allí, se llevaba consigo una certeza, una revelación, una verdad. Le pregunté si entonces tenía que pedir un deseo pero, supongo que por no hacerme sentir una estúpida, no me contestó. Me miró a los ojos y sentenció de un modo amable aunque firme algo que jamás voy a olvidar “Vos no necesitás pedir deseos, porque vos sos el deseo”. Lo que más me sorprendió no fue lo que me dijo sino que su mirada no parecía esconder esa lascivia que yo solía percibir en casi todos los hombres que se detenían a observarme por aquellos tiempos.
Volví siempre que pude, con libros, novios, alguna amiga, con mi boina, con o sin maquillaje, siempre perfumada. Una de esas veces le conté que me había enamorado y le aclaré que esa vez era en serio, mucho más en serio que todas las anteriores. El Santo no se reía, hacía algo parecido, pero no se reía. Ladeaba la boca, inclinaba un poco la cabeza, y clavaba sus pupilas en las mías. Las suyas, sin dudas, sabían siempre algo más. Era tan fuerte lo que provocaba su miraba que ahora, cada vez que lo recuerdo, no puedo evitar temblar un poco. “¿Qué pasa, estás celoso?”, lo provoqué chupando lentamente mis labios. Él se quedó mudo por un instante hasta que arrojó una nueva sentencia: “Vas a enamorarte muchas veces, vas a tener muchos novios, y siempre serás inolvidable”. Sonreí satisfecha conteniendo el impulso de pararme para aplaudir y el de abalanzarme a su cuello para ya no soltarlo. Pero El Santo seguía mirándome fijo, al punto de que empezaba a provocarme miedo. Casi sin dejar de mirarme se paró, fue hasta la barra y sirvió dos vasos de ginebra; era la primera vez que compartiríamos un trago. “¿Qué pasa entonces?”, le pregunté casi llorando. “Solamente una vez, cuando todo en tu vida ocupe el lugar deseado, vas a ser olvidada por un hombre”. “Eso es mentira, es imposible”, le dije, y empecé a gritar y dar patadas ridículas en el piso de madera. “¿Quién va a olvidarme a mí?, ¿quién es ese ingrato, ese idiota que va a osar olvidar a una mujer como yo?”. Pero El Santo no contestó ni me alcanzó servilletas para secar mis lágrimas. Bebimos la ginebra juntos, al mismo tiempo, y fue ahí que supe que esas verdades y certezas que su mágico bar prometía, no tenían porque ser buenas o agradables. Me quedé hasta la hora del cierre abrazada a la botella, dando un espectáculo de lo más patético. El Santo, conmovido por mi anticipado y absurdo dolor, en un momento me dijo algo así como “va a ser lo mejor, ya vas a ver”, pero el desconsuelo ya estaba en mí. “Vos no entendés, Santo, hay algo que por sabios que sean, los hombres jamás van a entender. Basta con que uno solo nos olvide para que el maleficio quede hecho. Las mujeres, aunque no amemos, queremos que nos amen para siempre”. Y entonces El Santo, por primera vez, bajó su cabeza, cerró los ojos, y asintió. Nunca me había dado la daba razón en algo, y si bien lo hizo como quien le tira pan a una paloma hambrienta, yo lo valoré como un gran tesoro. Pero ya había sucedido todo lo que podía suceder. Ahora solo restaba soltar la botella, y salir tomada del brazo del inmenso poder del narcisismo femenino que nunca, pase lo que pase, nos deja caer.
Cada tanto se me da por pensar en el bar y en la veracidad de su magia, y siempre elijo seguir creyendo en ella, aunque El Santo a veces pudiera equivocarse ya que, en definitiva, era un hombre casi igual a todos los demás.
Esa fue la última vez que visité su bar y también, que bebí ginebra.
El Santo dejó su pueblo tras la muerte de su madre, cuando ya tenía veinte años. En muy poco tiempo levantó su bar en el barrio de Avellaneda, cerca de la cancha de Racing. El viento que siempre sopló a su favor y esa enorme e incomparable voluntad de trabajo, los convirtieron a él y a su bar, en dos eslabones míticos de una ciudad contaminada de falsas promesas y libertades. Yo lo conocí una tarde de lluvia, de esas que me encantan, en la que como siempre no tenía ni paraguas ni deseos de volver a mi casa. Esa primera vez, El Santo hizo una de las cosas que lo convertían en un ser diferente y encantador: me trajo lo que él consideró que mejor me vendría. El café con licor de caramelo y canela me volvió a la vida feliz en el tiempo de un parpadeo. Antes de irme, El Santo me honró con sentarse a mi mesa, acción que repetiría en cada visita, unos diez minutos antes de que dejara su lugar. Ese día, ese primer día, me contó el secreto de su bar. Era un espacio mágico. Según él, cada vez que uno salía de allí, se llevaba consigo una certeza, una revelación, una verdad. Le pregunté si entonces tenía que pedir un deseo pero, supongo que por no hacerme sentir una estúpida, no me contestó. Me miró a los ojos y sentenció de un modo amable aunque firme algo que jamás voy a olvidar “Vos no necesitás pedir deseos, porque vos sos el deseo”. Lo que más me sorprendió no fue lo que me dijo sino que su mirada no parecía esconder esa lascivia que yo solía percibir en casi todos los hombres que se detenían a observarme por aquellos tiempos.
Volví siempre que pude, con libros, novios, alguna amiga, con mi boina, con o sin maquillaje, siempre perfumada. Una de esas veces le conté que me había enamorado y le aclaré que esa vez era en serio, mucho más en serio que todas las anteriores. El Santo no se reía, hacía algo parecido, pero no se reía. Ladeaba la boca, inclinaba un poco la cabeza, y clavaba sus pupilas en las mías. Las suyas, sin dudas, sabían siempre algo más. Era tan fuerte lo que provocaba su miraba que ahora, cada vez que lo recuerdo, no puedo evitar temblar un poco. “¿Qué pasa, estás celoso?”, lo provoqué chupando lentamente mis labios. Él se quedó mudo por un instante hasta que arrojó una nueva sentencia: “Vas a enamorarte muchas veces, vas a tener muchos novios, y siempre serás inolvidable”. Sonreí satisfecha conteniendo el impulso de pararme para aplaudir y el de abalanzarme a su cuello para ya no soltarlo. Pero El Santo seguía mirándome fijo, al punto de que empezaba a provocarme miedo. Casi sin dejar de mirarme se paró, fue hasta la barra y sirvió dos vasos de ginebra; era la primera vez que compartiríamos un trago. “¿Qué pasa entonces?”, le pregunté casi llorando. “Solamente una vez, cuando todo en tu vida ocupe el lugar deseado, vas a ser olvidada por un hombre”. “Eso es mentira, es imposible”, le dije, y empecé a gritar y dar patadas ridículas en el piso de madera. “¿Quién va a olvidarme a mí?, ¿quién es ese ingrato, ese idiota que va a osar olvidar a una mujer como yo?”. Pero El Santo no contestó ni me alcanzó servilletas para secar mis lágrimas. Bebimos la ginebra juntos, al mismo tiempo, y fue ahí que supe que esas verdades y certezas que su mágico bar prometía, no tenían porque ser buenas o agradables. Me quedé hasta la hora del cierre abrazada a la botella, dando un espectáculo de lo más patético. El Santo, conmovido por mi anticipado y absurdo dolor, en un momento me dijo algo así como “va a ser lo mejor, ya vas a ver”, pero el desconsuelo ya estaba en mí. “Vos no entendés, Santo, hay algo que por sabios que sean, los hombres jamás van a entender. Basta con que uno solo nos olvide para que el maleficio quede hecho. Las mujeres, aunque no amemos, queremos que nos amen para siempre”. Y entonces El Santo, por primera vez, bajó su cabeza, cerró los ojos, y asintió. Nunca me había dado la daba razón en algo, y si bien lo hizo como quien le tira pan a una paloma hambrienta, yo lo valoré como un gran tesoro. Pero ya había sucedido todo lo que podía suceder. Ahora solo restaba soltar la botella, y salir tomada del brazo del inmenso poder del narcisismo femenino que nunca, pase lo que pase, nos deja caer.
Cada tanto se me da por pensar en el bar y en la veracidad de su magia, y siempre elijo seguir creyendo en ella, aunque El Santo a veces pudiera equivocarse ya que, en definitiva, era un hombre casi igual a todos los demás.
Esa fue la última vez que visité su bar y también, que bebí ginebra.
Sunday, May 01, 2011
Domingo otoñal en el que es evidente que las hojas amarillas se burlan de mi negación a barrer la vereda que, orgullosa digo, sigue intacta. Jamás barreré la vereda ni plancharé. Son mis pequeñas y miserables banderas domésticas que equilibran la desdicha de no haber nacido princesa.
Hoy es primero de mayo, día del trabajador. Hace frío y Diego revuelve un puchero que huele exquisitamente. Violeta lee una historieta de Ásterix, y Ángela se jacta de usar “pompacha” y/o “bobacha”, y por tanto, ser “genia”. Todo parece estar decantado, en paz. Los días turbulentos de los que venimos dejaron sus consecuencias, sus señales: dolores, achaques, tanto pero tanto cansancio y por qué no, dolor… Pero confío en que ya está, que al menos hoy voy a llegar arriba, a mi estudio – ¡con estufa encendida! -, me voy a sentar a escribir y que nada malo va a suceder. Que incluso voy a poder darle forma a mis ideas, preparar las clases y sentirme linda. Todo por el mismo precio, en el mismo silencio, durante este primero de mayo.
Desde ya que el hecho de que las condiciones se hayan dado con esta majestuosidad no borra la sensación maldita de sentirme el burro que persigue la zanahoria que siempre está algo más arriba de mi hocico – precioso por cierto – pero ayuda. Un clima conmovedor, un olor inmenso, abarcador, la buena salud, son el más contenedor y alentador escenario. Miro hacia fuera confiando en que el viento otoñal va a empujarme en nombre de mis deseos.
Lo bueno es que todos están avisados, así que si ven por ahí a un burro con ojos melancólicos de color indefinido, poseedor de unos dientes enormes y separados, que se deja llevar cual hoja por las calles de una Buenos Aires que ya no tolera, por favor cédanle el paso, sóplenlo, díganle una palabra de aliento y por nada del mundo, por muy tentados que vivamos a lo indebido, le pongan el pie ni agreguen bultos a su carga ni intenten detenerlo. Está yendo a un lugar en el que cree va a estar mejor, un sitio en el que la consagración interna, privada, secreta, lo convertirán en un mejor burro, en uno más sabio y completo, en un burro con coronita.
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