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Wednesday, July 11, 2007

9 de Julio de 2007



9 de julio de 2007


Almorzaba en pijama unos bifes riquísimos con una ensalada de palta y tomate, y otra del tipo “criolla” (todo delicioso, sobre todo la compañía compuesta por mi amor y mi amorcito, Diego y Violeta respectivamente), cuando empezó a caer la “lluvia-nieve”. Enseguida me sentí ansiosa, expectante, contenta... Terminamos de comer – ésta vez un Mantecol – y minutos antes de irnos a hacer la siesta Diego me preguntó retóricamente si estaba esperando algo. Le contesté que sí advirtiendo que en sus ojos pasaba lo mismo que en los míos: sin hablar nos comunicábamos una espera, extraña, desconocida, nueva... De todos modos nos fuimos a acostar, pusimos una peli – de dibus, claro – y una vez más, gracias a Dios, fuimos testigos del sublime acto de ingreso de Violeta al sueño. Diego se quedó dormido y yo me quedé quieta, acostada, calentita, esperando y esperando... En eso, unas voces que subían desde la vereda, vecinos bulliciosos diciendo cosas que no llegaban a convertirse en palabras para mí. Relojeo la parte inferior derecha de la pantalla del televisor y leo que hay una sensación térmica de dos grados bajo cero y pienso que entonces “algo” sí o sí está pasando afuera, “algo” que provoca que la gente esté allí, en el frío, y encima diciendo cosas... Me levanto con apuro, me asomo a la ventana del balcón y veo - ¡con mis propios mismos ojos! – unos suaves copitos de nieve que sobrevuelan mi casa. Despierto a Diego y juntos nos disponemos a observar el milagro.

Nueve de julio, feriado.
En casa con mi familia.
Víspera de mi cumpleaños número treinta.
Nieve en Buenos Aires.

Disfruto de la imagen sintiendo el milagro por dentro y por fuera. La naturaleza una vez más me cuenta que es inesperada, fantástica, poderosa, grande, a veces fría, a veces blanca, incluso en mi barrio. Y nosotros, seres terrenales que siempre sacamos fotos, no teníamos pilas para la cámara. Y nosotros, seres descreídos que siempre filmamos todo, no teníamos cassette disponible. Entonces pensé que quizás la enseñanza era más grande de lo que podía entender en ese momento; que quizás, cuando los milagros se suceden, todo se convierte en señales, hasta el detalle más pequeño. Habrá que sacar las fotos con la mente, habrá que inmortalizar éste momento fijando las sensaciones en ese rincón que uno sólo sabe dónde está cuando lo necesita, pensé. Decidimos invitar al amor a participar de la fiesta y luego nos bañamos y nos pusimos ropa calentita. Guardé el pijama (por un ratito) y lloré, ¿qué otra cosa podía hacer?. Enamorada, feliz, milagrosa, linda, única, así me sentía...

Al caer la noche, el cielo y sus festejos invernales se hicieron más intensos. Ya despierta Violeta la asomamos a la ventana para que al menos sintiera nuestra emoción, la emoción de lo atípico, de lo insólito, de lo naturalmente hermoso. “Nieva, mamita”, me dijo dándome a entender, una vez más, que ella todo lo entiende, sobre todo lo sensitivo, lo mágico, lo que no requiere de explicaciones ni técnicas ni lógicas. Diego llamó a su familia y yo – algo envidiosa – le mandé un moderno mensaje de texto a mi hermano mayor; hubiera querido compartirlo también con el menor pero todavía no nos resulta posible comunicarnos desde una simpleza tan simple. Igualmente yo sabía – y sé – que los tres estábamos recordando los inviernos de nieve en Bariloche, las guerras de bolas y los muñecos redondos y feos que podíamos armar a la edad de uno, dos, tres, cuatro años... Y si bien la vida luego me dio la chance de ver más nieve, la compañía y mi locura de aquellos tiempos no me permitieron disfrutarla. Entonces tomé conciencia de que era la primera vez que, como adulta, podía disfrutar de la nieve plenamente, como cuando era una nenita que jugaba con sus hermanos en alguna vacación familiar y feliz.

El feriado permitió que la mayoría de la gente pudiera disfrutar de “El fenómeno climático”. Por fin un regalo de la naturaleza, por fin un hecho apolítico que nos llovió encima a los argentinos, por fin una sorpresa de la vida, por fin el país – vestido de blanco como las radiantes novias – se contentaba y lloraba a la vista de sus habitantes sin sentir vergüenza de que lo estuvieran mirando.

Después, cuando la euforia fue amainando, me puse a pensar en la gente que duerme en la calle y también en el planeta y sus problemas porque, lamentablemente, el romanticismo me dura menos que antes – es un hecho – pero por lo menos aún me aparece naturalmente en algunos momentos naturales de éste, mi humilde aunque intensísimo transcurso por la tierra.

Y gracias a que la nieve me pegó en la cara y a que vi mi jardín de toda la vida cubierto de blanco, pude sentir esas cosas que creo que ninguna palabra les puede hacer honor, y recordé eso de que “No pasa un día en el que no estemos al menos un instante en el paraíso”*, y volví a llorar, y a ponerme el pijama, y a meterme en la cama, sintiéndome absolutamente distinta a todos los días, pero muy (muy) feliz de seguir yo.


* J. L. Borges

3 comments:

Grinister said...

No tenemos camaras ni pilas para que escribas... sonsita...

Anonymous said...

Y bueno, mirá cómo viene uno a enterarse que es tu cumple, en fin. Besos de los espisua y nos vemos en cualquier momento. (Ahora no hay aviones de por medio che).

Besos

[ m a r i a n a . r a k e l ] said...

Viste que loco, y yo mientras nevaba en Bs As, estaba en un parque tipo Italpark saltando con João y David entre cola y cola para montañas rusas oscuras y autitos chocadores y también jugando al futbolito con una pelota gigante que se ganó David pescando sapitos. Y un solazo de aquellos, como 25 grados, y por eso nos empapamos en el Spleshi, un juego que es como un carrito que te tira en un bols gigante de agua y nos mojamos hasta los calzones.
Te felicito por ser una treintañera! :D