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Friday, July 20, 2007
Me pica el ojo izquierdo; ¿será el maquillaje mal quitado o simplemente una reacción natural que se manifiesta porque sí y que después se va a ir del mismo modo en el que vino?. Qué sé yo... Hoy es el día del amigo y quiero decir algunas cosas sobre mis amigos y por qué no, también, sobre sus ojos izquierdos que espero no les piquen como a mí. Me enteré de la muerte de Fontanarrosa, un ser tan admirado y querido por mí, una de esas personas lejanas que parecen cercanas, alguien a quien no conocí pero que igual me parece que sí, que lo conocí, y hasta me parece que alguna vez hablamos sobre la amistad, en ese bar donde él se juntaba con sus amigotes; lo que no recuerdo es si me tuve que disfrazar de hombre o no cuando fui... ¿De dónde nace esa sensación?, por un lado es evidente que se desprende de su obra, de lo que dejó, de lo que vengo admirando desde que soy chiquita, pero debe haber algo más. Hoy, cuando me enteré de su partida, tuve una sensación parecida a la que recuerdo me provocó la muerte de Olmedo. Los dos con el mismo apodo de “Negro”, un apodo que puede ser tan cariñoso... Uno te dice: “no sé, preguntale al Negro”, y entonces vos vas a mirar a tu alrededor y vas a ir preguntarle al indicado sin miedo a equivocarte. Porque quienes son llamados “Negros” suelen ser inconfundibles pero va más allá de las obviedades con respecto al tono de la piel. Hablo de que hay algo en ellos que es amigable, algo que en sus ojos se ve mucho más claramente que en el resto de sus partes visibles. Yo tengo una negra cerca, una muy linda, muy buena, bastante-bastante trastornada, que hace unos dibujos del carajo y que se viste de una forma tan moderna que no podrías creer. También es medio hippie en su estilo, y a la hora en la que todos nos tomamos un vino, ella por ahí se pide un té y te deja pensando en cosas raras, en cosas que se parecen a ella aunque después, en el fragor del pensamiento, te das cuenta que no hay nada del mundo real que se parezca demasiado a ella. Tal vez unas medias de pelo de llama pero ni siquiera. Aparte de ésta tengo otras amigas de las que me gustaría hablar. Una es linda y madrina nada menos que de mi hija. A esa la quiero tanto que a veces me da miedo, te juro. Es uno de esos amores tan grandes que te hacen sentir vulnerable, a veces pasional, no sé, es una suerte de hermandad mucho más fuerte que muchas de las que se establecen sin lugar a elecciones a partir de la sangre. Con ésta amiga desde hace unos años estamos cada día más unidas. Nos preocupamos exageradamente la una por la otra y nos hacemos pocas recriminaciones pero que siempre son contundentes. Algo parecido me pasa también con un varón, y ya que estamos digo que para mí esa eterna discusión sobre la amistad entre el hombre y la mujer es un absurdo cuento sin fin. Yo tengo un gran amigo varón, y cuando digo gran no me refiero – evidentemente – a su tamaño físico sino a la amistad que nos une. Si tuviera que manifestar la mejor de las cualidades en términos de amistad, sin dudar mencionaría esas charlas que mantenemos a la luz del sol en el jardín de casa, o que manteníamos echados sobre los sillones de mi añorado departamento céntrico allá lejos y hace tiempo. Dichas conversaciones pueden tratarse de cualquier tema que involucre sentimientos tanto lindos como feos, por enunciar al menos dos características básicas, pero lo que siempre tienen como significativo es que son intensas y en muchos casos, también, reveladoras. Por alguna mística razón con éste amigo describimos cosas personales a través del otro. Nos pasa a veces en simultáneo y a veces a cada uno en forma personal, pero lo más sorprendente, además del suceso en sí, es la frecuencia: nos pasa mucho, y muy seguido, y está buenísimo. Confío en él como en pocas personas. Dejo a su cuidado tanto mi casa como mi hija con los ojos abiertos pero sólo por darme el gusto de verlo ser dentro de mis afectos y mis lugares. Y pensando en amigos, y en Fontarrosa, y en el dolor de la muerte, del fin, de lo que se termina, lloro emocionada tomando cuenta de que tengo muchos y que éste texto es y será muy largo... Qué bueno, qué lindo. Podría ser un texto largo-largo como la discusión sobre la amistad entre el hombre y la mujer o más aún, como la del huevo y la gallina... Eso sí: que nadie me pida calidad literaria, eh... Hoy viene así, a lo loco... Por eso ahora voy a hablar de mis rubias... Ay ay ay esas tres rubias que me matan de amor... A una la conozco antes de que se convirtiera en rubia y en madre. Tiene unas tetas enormes que ahora dice que se achicarán un poco, pero que seguirán siendo enormes pase lo que pase. Con ésta rubia pueden pasar meses sin que nos veamos pero también sin que se genere ninguna fricción entre nosotras. Hemos transformado la añoranza en una característica más de nuestro vínculo a veces incomprensible tanto para los de afuera como para nosotras mismas. Pero nada nos importa, sólo nosotras sabemos eso que sólo nosotras sabemos, y si hay una cosa en la que coincidimos, es en que no nos interesa explicárselo a nadie. Ayer me llamó y me comunicó un suceso trascendental de la vida de su hija que me conmovió mucho, muchísimo, el cual me dejó pensando todo el día en que crecimos y crecemos juntas, a veces más, a veces menos, menos crecimiento o menos juntas, o al revés, pero estamos y nos sostenemos todo lo que nos podemos sostener. Después hay otra muy flaca que me pone la firma donde yo le pida, ¿podés creer?. Hace un tiempo le pedí que me firmara un acta como testigo del amor que tengo con mi amor, y ella fue y me lo firmó, porque ella me conoce tanto pero tanto que sabe bien cuando estoy enamorada y cuando no, cuando la necesito mucho y cuando no puedo ver a nadie, porque ella estuvo conmigo en casi todos los momentos cruciales, buenos, malos, lindos, feos, intensos, superficiales. Hace algunos años nos juntábamos a fumar plácidamente en uno de los Mc. Donalds de Belgrano y hoy, hacemos malabares sobre la cuerda floja de nuestra vida adulta para por lo menos encontrar un hueco temporal que nos permita hablar de ropa, hombres, libros, recuerdos, besos, intimidades, madres, amigas, vicios, problemas, soluciones, comidas, chanchadas, y sobre todo, sobre el amor. Tengo también otra rubia que a veces vive en Buenos Aires y que a veces no. Que a veces está enamorada y que a veces está enamorada pero no lo quiere decir. Que a veces es fría y que a veces se deja derretir y me muestra su lado más calentito que está buenísimo, lleno de almohadas y corpiños...
(Un pensamiento/duda al paso: creo que si yo fuera hombre me gustarían más las morochas que las rubias, pero como soy mujer, nunca lo voy a poder saber a ciencia cierta...)
Con todos ellos tengo una sólida historia de amistad, y con algunos otros tantos también... Una amiga nueva que me deja recomendarle libros y algunas técnicas de escritura, un grupo de primas sorprendente y fértil que me rodea en el nuevo mundo infantil dentro del que también transito a diario, otra amiguita que ahora se fue a Brasil con un novio de perfil contrario a todos sus contrariados novios anteriores, otra amiga de rulitos que trabaja donde alguna vez yo trabajé y me reclama que sea más ordenada y prolija con los horarios y los acuerdos, que sea más como es ella, y yo que no puedo, y ella que se ofende, y yo que vuelvo a llamarla y a darle las gracias, y ella que me vuelve a perdonar poniéndome en el casillero de su amiga más colgada o alguno de esa índole.
Allá lejos y hace tiempo, en una clase de catequesis, la profesora nos propuso detallar las cualidades de quien fuera nuestro mejor amigo para concluir, por supuesto, con la moraleja de que Jesús era en realidad nuestro mejor amigo porque reunía todas y cada una de esas cualidades, y más también. Y más, y más... Menciono éste ejercicio porque creo que sin querer queriendo lo acabo de repetir pero ésta vez dejando la religión de lado. Mis amigos son muy diferentes entre sí pero tienen en común muchas de las cualidades que se supone “debe” tener un amigo. Son buenos, confiables, cariñosos, desinteresados, nobles, generosos, divertidos y únicos. Son uno de mis cables a tierra más
Pará.
No puedo decir más nada.
Me acaba de llegar un mail con un dibujo que es indispensable que ponga junto a éste texto. El ojo ya no me pica, pero me pica el alma. Ésta alma tan llena de buenos amigos. Los quiero, los quiero mucho, mucho, mucho. Para mí son indispensables como lo es el dibujante para sus dibujos. Gracias por todo lo que ustedes y yo sabemos. Disfrutemos de la vida juntos y seamos lo más felices que podamos ser. Seamos agradecidos y vitales. Cuidémonos. Gracias de nuevo, y cuando puedan juntémonos para rascarnos mutuamente las almas que gracias a Dios nos duelen y nos alegran alternadamente todos los días, todo el tiempo, a cada paso.
Mucho amor Macarénico...
Wednesday, July 11, 2007
9 de Julio de 2007
9 de julio de 2007
Almorzaba en pijama unos bifes riquísimos con una ensalada de palta y tomate, y otra del tipo “criolla” (todo delicioso, sobre todo la compañía compuesta por mi amor y mi amorcito, Diego y Violeta respectivamente), cuando empezó a caer la “lluvia-nieve”. Enseguida me sentí ansiosa, expectante, contenta... Terminamos de comer – ésta vez un Mantecol – y minutos antes de irnos a hacer la siesta Diego me preguntó retóricamente si estaba esperando algo. Le contesté que sí advirtiendo que en sus ojos pasaba lo mismo que en los míos: sin hablar nos comunicábamos una espera, extraña, desconocida, nueva... De todos modos nos fuimos a acostar, pusimos una peli – de dibus, claro – y una vez más, gracias a Dios, fuimos testigos del sublime acto de ingreso de Violeta al sueño. Diego se quedó dormido y yo me quedé quieta, acostada, calentita, esperando y esperando... En eso, unas voces que subían desde la vereda, vecinos bulliciosos diciendo cosas que no llegaban a convertirse en palabras para mí. Relojeo la parte inferior derecha de la pantalla del televisor y leo que hay una sensación térmica de dos grados bajo cero y pienso que entonces “algo” sí o sí está pasando afuera, “algo” que provoca que la gente esté allí, en el frío, y encima diciendo cosas... Me levanto con apuro, me asomo a la ventana del balcón y veo - ¡con mis propios mismos ojos! – unos suaves copitos de nieve que sobrevuelan mi casa. Despierto a Diego y juntos nos disponemos a observar el milagro.
Nueve de julio, feriado.
En casa con mi familia.
Víspera de mi cumpleaños número treinta.
Nieve en Buenos Aires.
Disfruto de la imagen sintiendo el milagro por dentro y por fuera. La naturaleza una vez más me cuenta que es inesperada, fantástica, poderosa, grande, a veces fría, a veces blanca, incluso en mi barrio. Y nosotros, seres terrenales que siempre sacamos fotos, no teníamos pilas para la cámara. Y nosotros, seres descreídos que siempre filmamos todo, no teníamos cassette disponible. Entonces pensé que quizás la enseñanza era más grande de lo que podía entender en ese momento; que quizás, cuando los milagros se suceden, todo se convierte en señales, hasta el detalle más pequeño. Habrá que sacar las fotos con la mente, habrá que inmortalizar éste momento fijando las sensaciones en ese rincón que uno sólo sabe dónde está cuando lo necesita, pensé. Decidimos invitar al amor a participar de la fiesta y luego nos bañamos y nos pusimos ropa calentita. Guardé el pijama (por un ratito) y lloré, ¿qué otra cosa podía hacer?. Enamorada, feliz, milagrosa, linda, única, así me sentía...
Al caer la noche, el cielo y sus festejos invernales se hicieron más intensos. Ya despierta Violeta la asomamos a la ventana para que al menos sintiera nuestra emoción, la emoción de lo atípico, de lo insólito, de lo naturalmente hermoso. “Nieva, mamita”, me dijo dándome a entender, una vez más, que ella todo lo entiende, sobre todo lo sensitivo, lo mágico, lo que no requiere de explicaciones ni técnicas ni lógicas. Diego llamó a su familia y yo – algo envidiosa – le mandé un moderno mensaje de texto a mi hermano mayor; hubiera querido compartirlo también con el menor pero todavía no nos resulta posible comunicarnos desde una simpleza tan simple. Igualmente yo sabía – y sé – que los tres estábamos recordando los inviernos de nieve en Bariloche, las guerras de bolas y los muñecos redondos y feos que podíamos armar a la edad de uno, dos, tres, cuatro años... Y si bien la vida luego me dio la chance de ver más nieve, la compañía y mi locura de aquellos tiempos no me permitieron disfrutarla. Entonces tomé conciencia de que era la primera vez que, como adulta, podía disfrutar de la nieve plenamente, como cuando era una nenita que jugaba con sus hermanos en alguna vacación familiar y feliz.
El feriado permitió que la mayoría de la gente pudiera disfrutar de “El fenómeno climático”. Por fin un regalo de la naturaleza, por fin un hecho apolítico que nos llovió encima a los argentinos, por fin una sorpresa de la vida, por fin el país – vestido de blanco como las radiantes novias – se contentaba y lloraba a la vista de sus habitantes sin sentir vergüenza de que lo estuvieran mirando.
Después, cuando la euforia fue amainando, me puse a pensar en la gente que duerme en la calle y también en el planeta y sus problemas porque, lamentablemente, el romanticismo me dura menos que antes – es un hecho – pero por lo menos aún me aparece naturalmente en algunos momentos naturales de éste, mi humilde aunque intensísimo transcurso por la tierra.
Y gracias a que la nieve me pegó en la cara y a que vi mi jardín de toda la vida cubierto de blanco, pude sentir esas cosas que creo que ninguna palabra les puede hacer honor, y recordé eso de que “No pasa un día en el que no estemos al menos un instante en el paraíso”*, y volví a llorar, y a ponerme el pijama, y a meterme en la cama, sintiéndome absolutamente distinta a todos los días, pero muy (muy) feliz de seguir yo.
* J. L. Borges
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